El atardecer, uno de los últimos del otoño, deja ver la húmeda niebla que va cubriendo la ciudad, ganándole al sol, por que este se va, como debería hacerlo él mismo.
Recondo, pide por el teléfono unas pizzas y una botella de cerveza, pues la noche será larga.
Ya pasó dos semanas que el jefe se suicidó, el departamento y nuestra sección ha seguido sus rutinas como si nada hubiese pasado.
Al día siguiente, lo enterramos, en medio de una pertinaz llovizna y las ráfagas del temporal, que hacían penosa una situación de por si amarga.
Con todos reunidos al rededor del agujero recién cavado, la viuda…, como decirlo, la ex viuda, pues ya llevaban varios años separados, no tenían hijos, solo ella de luto, con su melena rubia y esos voluminosos labios rojos…, me parecieron patéticos, en una mueca de dolor fingido.
Estaban también los directores de los distintos departamentos, serios como intuyendo que con esa muerte, perdían algo que no podían precisar, quizá sus impunidades.
Después de estos estaban nuestros compañeros, algunos con dolor y otros simulando la amargura del momento.
Recondo, estaba detrás de la ex viuda, compitiendo en el aspecto definido de unas conspicuas prostitutas, vestida de negro con un abrigo entallado dejaba ver entre las solapas un verdadero muestrario de cadenas doradas, rematado por dos enormes aros que pendían milagrosamente de sus orejas, con tantos brillos como un escaparate coreano.
Yo estaba situado a los pies del ataúd, que por la lluvia amenazaba decolorarse como la vida misma del jefe, entre los comentarios susurrados por quienes le conocíamos.
Tras las oraciones y unas incomprensibles palabras del director, los operarios del cementerio, comenzaron a tapar con tierra el cajón.
Sentí por unos instantes el flagrante disparo, que terminara con su vida, sin otro remedio que la venganza, depositada en mi… y en Recondo, que ahora, ante el desbande de los presentes, repasaba sus labios sin soltar el paraguas, con verdadera habilidad.
Ese disparo, fue como el del inicio de una carrera, desde ese punto, mi llamado a Recondo, el encuentro en el vestíbulo, subirnos al taxi y alejarnos de esa escena, para llegar a un bar, dónde le expliqué lo sucedido.
Ella en un principio, se sorprendió, no comprendiendo bien la situación, tuvo un ataque de súbita histeria, comprensible pues había pasado por las sábanas del jefe, según yo sé.
Le explique nuevamente, cual era la situación, sumamente precaria y peligrosa en que nos metió el jefe.
También, le dije de nuestra posibilidad de vengar su memoria, de poder frenar ese magnicidio que tramaba el director, en confabulación con una basta red, que desconocíamos en su magnitud real.
Luego le dije que el jefe, me había confiado una suma importante de dinero para operar en la investigación, allí fue que ella, contuvo el lloriqueo, para mirarme con los ojos bien abiertos, preguntándome sobre cuanto me había dado.
Del bar nos fuimos cada uno a sus departamentos, fue una noche de poco sueño y alterados pensamientos, llevados por las dudas y posibles acciones a seguir. Cada tanto hacía recuento de quienes podían ser confiables y la inestable compañía de Recondo, mi asistente asignado por el jefe.
Él ya se debe estar pudriendo en ese cajón y yo acá sobre mi cama, no estoy tan lejos de ese pozo inundado de agua, rodeado de personajes que no te aman.
La mañana, amaneció con un sol débil, pero sin nubes, cuando llegué a la oficina, ya estaba Recondo, detrás de su escritorio pasándose alguna crema debajo de los ojos, aparentemente, ella tampoco pudo dormir.
Cuando me senté en mi escritorio, ella se colocó unos enormes lentes negros.
Aparece López, quién había estado de guardia y regresaba a buscar su abrigo, tras haber dejado al director, algunos papeles.
Recondo, que había ido a servir café en la máquina exprés, al verlo, le ofrece uno de los vasitos a López que fatigado, le agradece con una mueca.
Ella, retorna a la máquina de café y sirve otro para mi, pero antes de traérmelo, se acomodó la falda que peligrosamente buscaba sitios más cómodos.
López, se sienta en el último escritorio y queda con el vasito de café a medio camino hipnotizado ante lo que creía era la visión tantas veces vista, pero que siempre le resultaba infartánte, de las caderas de Recondo.
Ella se acercó a mi, como lo haría una vedette en el escenario y agachándose me dice al oído, --al medio día en el bar, ¿te parece bien?, tengo data--.
Yo veía a López, que aún tenía suspendido el café, cómo iba enrojeciendo su rostro, tanto, que me incorporo y le grito ¡López, que te pasa!.
Hubo un revuelo, López, se desplomó sobre el escritorio, en su último intento por incorporarse, expulsando una espumosa emulsión amarillenta, de la boca entreabierta.
Al ver el vasito de papel apretujado en su mano, miré la cafetera y ya Recondo, que ya cuidaba que nadie la tocara, mientras me hacía una mueca significativa, señalando su escritorio, dónde otro vaso de papel tenía un café intacto, aún humeante.
En medio del caos, tomé el café que se había servido Recondo y tirando el contenido, guardé el vaso desechable.
Fue todo tan penoso, López estaba a punto de ser padre, todos se consternaron y supusieron que se trataba de un ataque cardíaco, especulaban en las causas, tabaco, comía mucho, las malas sangres del trabajo…, tantas cosas.
Apareció el director, con otros que no conocía y al poco tiempo llegaron los forenses y sentí como le indicaba al médico, que López, tenía antecedentes cardíacos, mientras se miraban a los ojos, el médico asentía comprendiendo la sugerencia.
En esos mismos momentos ingresaban dos tipos de mamelucos y retiraban la cafetera cambiándola por otra…, uno de los tipos que venía con el director, tomó el vaso de papel apretujado en la mano de López y lo guardó con discreción, Recondo, con suavidad me tocó el brazo.
Son las trece horas y me he sentado en la mesa del fondo del bodegón que llamamos café, Recondo ingresa como ella sabe hacerlo, al contraluz de la puerta, se la ve despampanante, sus cabellos platinados, semejan un halo, la figura que se quiebra por la cintura, la rotonda de esas caderas y las infinitas piernas, salidas del infierno mismo…
Hola Gutiérrez, cómo estás, ya llevé el vasito a analizar, se lo dí a Marcos, mañana a primera hora, lo tiene.
Estos mal nacidos, querían matarnos, cuando llegué estaba López, de guardia desde anoche, se le hizo tarde por unos informes… y yo le serví el café que tenía para vos, junto al mío…, pude haber muerto, los dos pudimos morir, ¿sabrán algo?…
Mirándola con cara preocupada, le dije, --Ves, tenemos que actuar, estos tipos no tienen freno, son capaces…--
En ese momento el mozo, se acercó con el menú, diciendo que recomendaba el puchero de gallina y un vino de la casa.
Los dos asintieron y cuando estaban solos, quedaron en juntarse esa noche en un departamento que le facilitó un contacto, que le debe unos favores al fallecido jefe, donde podrían vigilar el lugar que figura en la lista que dejara antes de matarse .
A las cinco y media, se encontraron en la puerta del edificio, entran y suben al piso dieciocho, un departamento deshabitado, con pocos muebles y una cama grande con vestigios de haber sido usada, múltiples veces.
Gutiérrez, comienza a colocar una cámara con teleobjetivo, abre un maletín con equipo de interferencia telefónica y se dispone a trabajar una larga noche, mientras otros agentes contratados a Julián, un ex policía que tiene una agencia de seguridad, muy amigo del jefe, que en la calle apoyan su observación, de una oficina, al frente, con excelente vista aérea, desde el departamento.
Recondo, al sentir el timbre del portero, atiende, indicando a Gutiérrez que llegó el delíbery de la pizzería y bajaría a recibirlo.
Al regresar, con la comida, Recondo ve a Gutiérrez escuchando con los auriculares la conversaciones de los teléfonos, que en la oficina ya estaban pinchados.
Recondo, abre las cajas de pizza y escancia la cerveza en dos vasos de plástico y gira para invitar a su compañero a la mesa.
Gutiérrez, se levanta abruptamente, poseído, mientras el resplandor naranja ilumina la ventana, que comienza a trepidar por la onda expansiva.
Recondo se asoma al vidrio de la ventana, intentando ver qué había ocurrido, solo el humo y el polvo satura la calle, mira a Gutiérrez interrogándolo con la mirada.
--Estaban armando una bomba--, respondió el policía, visiblemente conmocionado.
Las llamas consumían el local del frente, a lo lejos se sentían las primeras sirenas, en tanto Gutiérrez intentaba dar, infructuosamente, con los hombres de apoyo que estaban en la calle.
Gutiérrez, demudado, le dice a su compañera, – si no contestan, fueron alcanzados por la explosión, se que uno estaba en el techo de al lado, cableando, debemos levantar todo y rajar de acá--
Recondo, mirando por la ventana, imposible, ya están todos afuera, si salimos nos reconocerían, tenemos que hacer el aguante acá, vení vamos a comer--
Con la luz apagada, la habitación se iluminaba de los distintos colores que llegaban del exterior, los azules nerviosos, de las balizas policiales, rojos y amarillentos titilantes de bomberos y ambulancias, sumados a la enorme luna que asombraba su cara en el horizonte.
Recondo, alza el vaso plástico como si fuese una copa de cristal y con un mohin, diciendo –viste, como se van muriendo todos a nuestro alrededor, bueno hagamos chin chin--
Gutiérrez, no contestó, engullendo un trozo de pizza y descargando después un vaso de cerveza, como si con esos gestos, pudiese afirmar su dureza.
Miraba el cabello de su compañera, que mutaba los colores, como si fuese un árbol navideño, hasta que vio los brillos, en los ojos de Recondo. En ese momento se dio cuenta que ella tenía miedo, tanto miedo como el que él mismo sentía.
A través de la puerta, veía en el dormitorio, iluminarse la cama, entonces le dice a ella
– andá acostate, que yo me quedo de guardia, por si acaso...--.
Gutiérrez, se apoltronó en el sillón, frente a la ventana, sacó su pistola, accionó la corredera, montando la primer bala del cargador y se enfrascó en los pensamientos de quién las cosas no le están saliendo bien, cuando siente la mano de Recondo, que se posa en su hombro.