Opulento burgués el marqués:
asía en su comer
cubiertos de plata rematados
con filamentos de oro.
Cubriendo su cuerpo,
en su cama,
tejidos de seda;
en su baño
nunca faltaban
espuma de esencias.
Con sus constipados
salpicaba estornudando
valiosas monedas;
para aquellos, sus sirvientes,
los gritos, los malostratos,
en su labor y trabajo,
como despreciativa condena.
Solía mirar
por encima del hombro;
una suprema altivez
en cada uno de sus gestos.
Él, cómo no!
creía tener fieles amigos,
ficción, tan solo eran tal,
con intención,
llenos de intereses.
Vivía el marqués
rodeado de riquezas,
con vileza denotaba bajezas.
Con su rango atesoraba
desprecios a la pobreza
y reverencias a la nobleza.
Tenía un castillo,
cincuenta hectáreas,
barcos y comercios,
y una granja;
esta con gallinas,
ovejas, vacas,
y caballos en sus cuadras.
Ese gran señor que....
ondeando su bandera,
esgrimía orgulleciéndose
de sumo poder absoluto.
No respetaba, ni amaba,
no toleraba y despreciaba.
Más en un plácido día,
se arrodilló, besó la tierra;
y comió del árido polvo
precintando su querer vivir.
Eso fue la mañana
en que un gris melancólico
le visitó dando golpeteos
e iluminando le cubrió e invadió.
Se dio cuenta entonces
del hallarse perdido
y con él extraviado;
también su corazón.
Sucumbió entre sollozos
a lo afectivo, ni se acordó
de sus bienes terrenales.
Suplicó le fuera quitado
todo aquello conseguido,
acumulado con el masacrar
y devorar a las especies;
sin compasión ni vergüenza.
Acuchilló en el buscar sus entrañas
insistió hurgando sus intestinos,
revolvió por si estaba de suerte;
y su corazón estaba por allí perdido.
Mas no halló más que roja sangre
mojando sus pies descalzos, desnudos.
Gota a gota pidió marchar, irse,
desvaneciéndose esperó al misterio
deshechó de la fría, helada muerte.
La espada pudo mucho....
mucho más que menos,
que las caricias en su piel,
en su alma, brindadas
por esa bella aparecida
dulce y solitaria doncella.
Fue muriendo entre las velas,
recordando la ternura
ofrecida, alegre por ella.
Como arena desbravada
por la cresta de salvajes olas,
refluyo en él entonces,
un precioso manantial
esparciendo el curso de un rio.
Aquel sucio hombre en su muerte
fue limpiado por el afecto teñido
sin avaricias, sin egoismos,
redescubrió los origenes, la simiente
perdida y ausente, por los caminos
del estar, por lo impávido curtido.
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En lo invisible de las emociones
se acomodan recostadas; de charla,
impresas en las circunstancias,
penas, dichas, dolores,
los aterciopelados placeres,
los desgarradores desafortunios.
Para coser pues lo descosido,
basta con que se cite y se honre
hasta lo por el hombre; no conocido.
Sietes que cosen;
puntas de clavos
rompen punzando.
Poderoso aspecto afecto
nos hilbana a todos:
es cortante troquel,
delimita, configura
aun sin quererlo,
la pieza que somos.
Ni corazas, ni guadañas,
ni venenos, ni antidotos,
ni valientes, ni cobardes,
el amor nos hace titeres:
sin refugio para la tormenta,
al sorprendenos atrapando,
el poder de lo afectivo.
Cuanto de lo que existe
cuanto de lo que ni vemos
puede darnos vida,
desgarrar o matar;
tantas aflicciones,
dichas y desdichas,
no elaboradas,
ni engendradas
por ninguno de nosotros;
son las que determinan
el reloj de las palpitaciones,
por los senderos,
nuestro y de otros,
en el paseo, en el caminar,
con los afectos y sus emociones.
Cuantas verdades a medias
nos vendemos contando,
para reposar sintiendonos
menos insignificantes,
más repletos de grandeza,
para palpar ilusionando
a una gloria, la cual está,
tan sólo como quimera.