Así que me he escondido bajo la acera, con estas letras que no son mías, con estas manos habitadas por el viento.
Me he escondido llamándote a la medianoche cuando ya nadie se imagina la propia luz del sol y todos duermen y junto conmigo hay algunos de los que el sueño se burla.
Me he sentado justo detrás del sofá y han empezado a gemir los recuerdos, me he acurrucado debajo de la cama pero al suelo empiezan a caer las ropas y cuatro minutos después empiezan a caer las almas. Y empieza el fin del mundo.
Así que mejor he ido a caminar, con el respaldo de que los recuerdos se queden donde habita la piel acariciada, la mejilla besada, la espalda arqueada, sin embargo, soy yo su casa y ellos míos, habitan en mí.
Así que no he podido ni esconderme ni ir a caminar, me he sentado en el sofá y puedo jurar que mi garganta ha sentido todo menos sed, que empezaron a crecerme raíces en las palmas de las manos y que en los dedos nacen y mueren flores o nazco y muero yo.
Que al recostarme en la cama la espera nunca se hace larga y han reventado más de mil aromas al besar la pelvis de quien se tiñe de azul los labios.
Y cuando llega el fin, cuando pasan dos minutos y el sexo proclama el límite, los recuerdos se reinventan y suena la melodía: se escucha el paso de una hoja a otra. El libro impreso treinta años atrás es dueño ahora de quien da la última bocanada de aire para implorar al mundo una muerte más.