Es posible que sea objeto de una paradoja inaudita,
que dichoso por el encuentro con mi media naranja, me
trague de seguido el purgante de comprobar que se halla
exprimida, que el tren que el destino me asignó llegó a
la estación con años de retraso.
A veces, cuando me siento a pensar en lo que ya no tiene
remedio, alcanzo la maldita conclusión de que el ritmo de
mi caminar hacia el mar que todo lo anega es, o más lento
o difuso que el debido, diría más bien lo segundo.
Aunque, ¿Quién decide cuál es el ritmo adecuado?
Quizá sea mi natural tendencia al recogimiento lo que obra
el suceso que dimensiona mi carácter en todo lo esencial.
Quizás sea que lo que he podido divisar en mi interior me
ha entretenido, me ha parado a disfrutar de ellas, y me ha
incitado a llegar tarde a otras citas que, aunque el diligente
destino me las preparó envueltas en papel celofán, estimé
preferible posponer.
Quizá se trata simplemente de que mi intuición, sabedora
de que el camino es solo de ida, tercia emboscadas inefables
que me desvían del sentido recto del paso, que es, el más
pronto para llegar al objetivo, por otra parte indeseable.
Me encanta apartarme a la ribera a coger margaritas blancas
que fragantes brotan a la vida que nace insultante, juguetear
con los saltamontes y lagartijas que me sorprenden al surgir,
en definitiva, olvidarme de andar por que sé que, de hacerlo,
restaré esperanzas a mis pretensiones de inmortalidad.
Me afano en lograr la piedra filosofal que conjure lo inexorable.