Foto: Philip Cummings y Federico García Lorca
Poema 1910
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos.
Ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un caba-
llito de mar.
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.
Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,
en el desván de la fantasía con bailarinas y manchas de aceite,
en un jardín donde los gatos se comían a las ranas.
Desván donde el polvo viejo congrega estatuas y musgos.
Cajas que guardan silencios de cangrejos devorados.
En el sitio donde el sueño tropezaba con la realidad.
No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su pulso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo!
Aquellos ojos, en definitiva, que ya no tiene, porque ahora
contemplan el horror y la muerte; la soledad de los seres
humanos y la dushumanización del mundo industrial. Son
impresiones que perciben la ausencia de fantasía del mun-
do adulto, provocada, seguramente, por la distancia con
la Naturaleza y la imposibilidad de renovar la vida a través
de ella. Los hombres de Nueva York no ven \"en el desván de
la fantasía\" y Federico, por esas fechas, tampoco, así que
cuando su amigo Cummings le invita a pasar unos días junto
al lago Eden, en Vermont, no lo duda un instante.
.
Continuará