Ese niño yerto en aquella caja,
clavó en mí su fría tez cual navaja.
Destrozándome el pecho y sentimiento,
reavivando el viejo sufrimiento,
que pensaba llevado por el viento,
donde la voz nunca habla de lamento.
Donde en roca se torna el corazón,
tras una venda de gruesa aflicción.
Pero fue el acre olor de su mortaja,
o quizá fue su aspecto somnoliento,
quien golpeó sin tregua mi razón,
creando en mi recuerdo la figura,
de un pequeñín de cálida lisura,
y piel blanca como la de un armiño,
al que todas las noches con cariño,
besaba sus mejillas con aliño,
pues ese tierno infante era mi niño.
El hijo que mi esposa en sus entrañas,
concibió y luego parió con sus mañas,
Cuidó y amamantó con gran ternura,
mientras mi hijo con un pícaro guiño,
reía todas las pizpirigañas.
Pensaba mi vida llena de dicha,
hasta que el cruel destino movió ficha,
y un drogadicto triste y tembloroso,
de muy mala ley y corazón buboso,
mi paz golpeó en derribo y acoso,
llenándome de un vacío espantoso.
Mi ánima llorosa gritaba herida,
y mi voz enmudecía aterida
con la realidad de mi desdicha,
pues al cubrir de tristeza aquel foso
en él enterraba mi propia vida.