Desconozco hasta que punto
puedo desesperarme
con el simple desconcierto de tu lejanía,
de tus manos de niña cubiertas de otras manos,
dejando huellas diferentes a las mías,
y así la duda, como vieja gitana,
pudiera leer un futuro separados.
Estoy muriendo lentamente y desde el día
en que el lodo del miedo me empezó a salpicar
la camisa que he bordado con tu fiel cabello.
Sentí
que tus ojos se cubrían de mis miradas
buscando en el piso una respuesta afín,
y mas convincente que tus labios temblando.
¿Que tierra inmensa podrías cubrir con tus océanos?
como mi patio, que mojaste de ternura,
y que hoy con un soplido podrías dejar limpio de nada.
Cada segundo tu pulgar y tu índice
se juntan y destruyen otra estrella,
del montón que sacaste de tu blusa,
y colgaste en el tendedero azul el día de nuestro idilio.
Tu nombre ya no es solo de mi boca,
alguien mas lo pronuncia y acaricia,
tus pies ya no solo hacen huellas con los míos,
cansados, tal vez, de tropiezos juntos.
Tus ojos ponen de espejo otra mirada
y recorren senderos internos de otro cuerpo,
se cansaron de mis venas y mis huesos,
de lo amigable que era mi latido con tu pulso,
de su constante abrazo.
Lloro.
Dices que me amas y sueltas las palomas de tus dientes,
que no hay nada
(ni lo habrá) va entre paréntesis pues lo pronuncias a mi oído.
¿Cuanto tiempo pasó?
Los segundos eran ratones en mi estómago,
escuchaba los latidos del reloj,
sus manecillas clavando cuchilladas.
Dices que otra vez me tomé la droga de mi miedo,
y el aguardiente de mis celos con café,
que por los poros se me escapa lo inseguro.
Mientras me rasuras la rebeldía con tus caricias
y me bañas los labios en la saliva de los tuyos.
Tu no hiciste nada,
gracia y semilla de este enfermo.
Pero debes saber, reconocerlo,
que con nada provocaste
un poema largo,
claroscuro,
sinuoso y triste
como este.