Uno solo es consciente de la belleza
cuando aparta la mirada de sí y admira
la belleza del mundo, y vuelve... y se va,
la vida da patadas
en el estómago que van y vuelven,
las hostias en la vida y los golpes que
van y vienen, dolor que va cambiando de bando.
Cuando las contracciones se precipitan
los tambores resuenan como tambores
de tierra, de vida, de manada humana que
avanza hacia la pradera de hierba, de agua,
alimento más allá de las membranas.
La belleza de la vida está en esas aguas rotas,
mezcladas con barro, arrulladas con gritos de
ese dolor que empuja por salir, solo importan
los tambores de fuego, que la manada avance,
que el grito llegue, la fuerza con calma... a la
espera de la siguiente contracción, y cuando
parece que no puede haber más belleza en el
dolor, las patadas en el estómago se quedaron
en cosquillas en comparación con la manada
en el embudo, el sacro como una campana y
el badajo a golpe de martillo encajando la
cabeza a golpes... y el pequeño Mauro que tiene
encajada la recta final, Elena que espera para
respirar, la manada lleva muchos kilómetros de
Sabana, ella muchas leguas de empujes, Mauro
con el tambor resonando, y el golpe final de la
tierra, el badajo que asoma el cráneo y la
belleza en lágrimas derramando cuando el
grito primigenio ha cambiado de bando, la
manada en el pecho pastando y aquí, un padre,
que toca el cielo con las manos llenas de amor
y barro.