Francisco Castro Guerra

Noche de verano


En las noches de verano el calcinado asfalto exhala ese vapor de las ocultas vidas.
Conviven el jubilado; el rijoso espectador de inalcanzables muslos relucientes; parados de larga duración sin expectativas de futuro; amas de casa hastiadas mirando la brizna en la camisa del otro sin ver sus propios lamparones; musulmanes vociferando; niños que juegan a ser rebaño y que van renunciando sin saberlo al privilegio de ser persona; adolescentes descubriendo la sensación de la piel ajena y los jardines de paraísos artificiales. Todos compartiendo un mismo espacio, dejando pasar su tiempo de máscaras, de vanas imposturas innecesarias. Me gusta pasear entre ellos, dejar que llegue su eco disperso a mis oídos como una sinfonía de certeza, de confirmación de lo que ya sé. Y con este batir de alas nocturnas de fondo, voy recorriendo las calles oscuras que siembran luz en los ojos de mi alma. Me siento esa rama que brota rebelde entre las grietas de las aceras, que crece al margen sintiéndose viva, diferente y única. Las noches de verano son ese teatro del mundo con funciones de sesión continua

 

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