Silenciosa,
tristemente huida,
como una hostia peregrina en el tiempo,
la vieja barca
va estirando sus temblorosos dedos,
sus cansadas huellas de sandalia herida
sobre un mar de abandono y de miserias.
El timón que te guiaba hacia la proa de los vientos,
es solo un cóncavo recuerdo de nostalgia y lejanía,
posada triste de un errático grillo aventurero.
Una lección de sal espeja una borda atardecida,
prisión donde quedaron anclados
los sueños de un enjuto pescador;
su fantasma de viejo lobo marinero,
como una sombra larga,
aún se pasea desde la roda hasta tu espejo
y con la infinita ternura de un añoso padre,
va calafateando tu vientre, tu alma,
con brea y sangre, con sudor y lágrimas.
Tienes una tristeza de casa abandonada,
de alto campanario repitiendo
la palabra: ayer,
guardas la paciencia de un faro ineluctable
frente al vaivén inflexible de los tiempos.
Pequeña y frágil barcarola volteada de costado,
con tu quilla y tus cuadernas fracturadas,
aún así te envuelve en su cendal silvestre;
la pretérita jerarquía de los cipreses de mi tierra.
El viento canta una lánguida melodía
en tus costillas de cetáceo muerto
y en tus quijadas se detuvo el mar
con su áncora de brumas y de algas.
En tus aros sin remos estila
el falerno de unas cómplices manos,
como una larga caricia sobre tus descascarados lomos.
Tendida vas y me estremeces
con un abrazo de sal insobornable.
Tu tiempo, fue el tiempo en que huían los cisnes
del amado totoral, cuando las garzas elevaban
sus últimos pañuelos libres y el mar de entonces
era amable y generoso.
Los segadores nocturnos
volvían con tu regazo lleno de escamado tesoro.
No son estas palabras: pronunciada plegaria…
No, mi pequeña huérfana,
son apenas una leve caricia cual tibieza de sol,
un sentido réquiem para tu noble ofrenda,
para tu memoria de lluvias y de mares,
para esa hambre de latitudes y de voces pronunciadas
en tu oído de cal despavorida.
Es un canto de justicia,
a ese halo de eternidad que te inventé en los huesos.
Alejandrina.
(Los ríos del espejo)