Cada injusticia,
Cada risa burlona,
Cada mirada despectiva,
Cada grito de enojo,
Cada noche de reviente,
Cada cigarrillo encendido por una mano temblorosa,
Cada fanatismo,
Cada vez que uno se elogia a sí mismo con orgullo despiadado,
Cada mirada que se dispersa a un costado,
Cada noche de tristeza y nostalgia,
Cada mano que no se extiende en ayuda del más necesitado,
Cada muestra de vanidad,
Cada mordisco de más,
Cada falta de energía,
Cada moneda ganada y gastada innecesariamente,
Cada acusación con tono de juez,
Cada mirada lasciva,
Cada piropo desubicado en la calle,
Cada pérdida de paciencia,
Cada engaño,
Cada traición nocturna y fugaz,
Cada vez que la verdad se oculta en los bolsillos,
Cada hora perdida,
Cada ausencia,
Cada golpe que recibe el cuerpo en vez de una caricia,
Cada guerra librada entre vecinos, hermanos y naciones,
no es más
que la manifestación
de nuestros recónditos desequilibrios emocionales.
Esos que nos ponen en evidencia de ser tan humanos y tan frágiles, y de estar asentados en una microscópica molécula del universo, indefinidamente desorientados.