La mosca que ha vivido un solo día ha vivido
tanto como nosotros.
T. S. Eliot
Oigo el tintinar de unas copas como
a lo lejos.
El brindis de aquella noche, de aquel
instante, se me repite contra la
bóveda incansable de mi craneo.
Me levanto.
Cojo las tijeras de pescado para
cortarle la cabeza y sajar la ventresca
que será sazonada con vino, a
continuación.
Llevo el plato tembloroso, con la cena
lista, a una mesa que no es de cristal,
que está cubierta por un hule de
cuadros azules que no se asemejan,
ni por asomo, a las filigranas blancas
que trasparecían sobre tu regazo.
Esa noche...
Engullo sin saborear, tiempo perdido.
(Pongo la televisión para ver algo,
para dejar de pensar y me atrapó una
noticia que me borró de repente el
sentido del gusto).
Mastico con los ojos dormidos sobre
la pantalla, ojos que miran sin ver,
que están mirándo el envés de mi piel,
que están viajando en el tiempo.
Se me pasó por la imaginación la vana
idea de llamarte, de volver el reloj del
revés, lo mismo que mi piel (como dije
antes), pero aparté el pensamiento
con un manotazo, como apartaba los
mosquitos que me pedían con respeto,
era verano, un poco de algo rojo que,
sobre todo aquella, esa noche, me
sobraba.
Cristales rotos, busco pegamento,
todavía rescoldos rojos en la chimenea
apagada.
Es que, si recuerdas, era verano...