Filoteo

El navío

En el secreto de mi morada,

con la angustia acostumbrada,

veo luminosos los gemidos de una vela;

danzante me dice verdades a medias

y en tres latidos muerdo una lágrima sediento.

Mi corazón se aprieta, y,

socorriendo a mí con plegarias,

me dice:

 

“¡Oh, desventurado bicéfalo!:

es, pues, tu fatal destino

tomar lo cierto como falaz

y lo azaroso como veraz.

Pues, verás, ¡indeciso angustiado!,

que tu transparente necedad,

¡ancla y esencia tuya!, es incurable.

Tomad el hacha por el mango,

es lo que digo, ¡sordo chillón!;

pues, ¿cuántas veces más

la hoja de vuestros pasos

ha de derramar vuestra sangre?

Hazte de ella, amigo, y confecciona,

sin demora, un navío;

iza las velas y procúrate alimento.

Llegaréis, en uno o en millones de soles,

a tierra fértil, cáñamo de flores;

o viajaréis sin fin, por vuestro bien,

en un bálsamo de vos, infeliz.

Contento con los vientos venideros,

os imploro, ¡oh, cobarde sin medida!,

cubriros los luceros,

y no veáis, así, las ráfagas boreales

ni ninguna otra que os guíe, y pueda yo

latir por primera vez con fe en vuestra fe y

no confiando en vuestras efímeras conjeturas.

¡Que sea, pues, si así lo deseáis,

vuestro cuello en la hoja!

¡Que sea, pues,

mi latir sosegado!”

 

Un viento nauseabundo asesina a la vela;

el rocío crepuscular silba infantil.

Febo, hambriento de vida,

se asoma despeinado tras mis ojos.

El hacha, cómplice sempiterna,

consigue, tras sujetarme con su hoja

o con su mango – menuda confusión –,

confeccionar el navío en el que he de sangrar

por uno o por millones de soles.