Alberto Escobar

Cincuenta metros

 

 

Purulencia.
Espuma injusta. Riendas mal avenidas.
Soy un caballo de mala boca...

 

Saliva densa, blanca, que mana a raudales.
Ungidos a los grilletes de la culpa, caminan
mis pies desde la inocencia al cadalso.

Es tarde para salir corriendo, pero
¡y si hiciera un último intento de escapar,
aunque sea a la desesperada!
Al fondo del pasillo adivino al alcaide de la
prisión, cuyo sonrisa me transfunde baldes
enteros de odio, el odio del que cuenta las
muescas de su pistola tras un exitoso duelo.

Noto, con sorpresa, ser el blanco de pocos
ojos.

Observo con esperanza que los funcionarios
de prisiones que me acompañaban salen de 
repente en estampida a disolver un motín 
ocurrido en la trescientos treinta y cuatro.

Me impulsa la inercia del fracaso en dirección
al citado alcaide, miro a la derecha, herido por
un cometa de luz que nace del portalón del
patio.

Concibo sin lugar a dudas la idea de lanzarme 
a la carrera, ¡Pies , para qué os quiero!
Me desprendo de los grilletes de castigo, que
me afligían el cráneo y corro cual exhalación 
los cincuenta metros de pasillo que me guían
a la luz redentora.

El alcaide, que parece ser más protagonista 
que yo, se queda estupefacto y petrificado. 

Estatua de sal.

 

Un helicóptero con alas de ángel me recoge de
la miseria.
No la merezco. Justicia divina.