Al final de un atardecer fingido
en ósculos, asoma una auroral
tiniebla con un médano del mal;
y siento pena de haber vivido.
Y son tan tristes esas inscripciones
en sus bordes mortales, que los dioses
lograron escribir: «¡Quinientas​​ mil hoces
en nuestra piel, y lloran las canciones!»
Un relámpago cae en su desmayo,
y de su aristocrático versar;
una brizna suplica: «¡se fue el mar
en tus pupilas cándidas de mayo!»
Allí, en la calidez de tus dos labios...
pude hallar in fragantis a los sabios.
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David John Morales Arriola