Estalla el despertador a las siete.
Me equivoco de pie al levantarme.
Improviso a la carrera un café que
se torna aguachirle en la amargura
de mi boca.
Al tiempo que el maldito mejunje
baja por mi esófago se vuelve pasta
nigérrima a modo de chapapote.
Olvido el desayuno por momentos
para retomarlo en el primer receso
matutino.
Me acompaso con el infortunio para
que, harto por falta de atención, me
deje en la estacada hasta cebarse con
el primero que se encuentre. Me
siento por fin delante de un cuadrado
iluminado que me hace preguntas, y
paso el tiempo nadando en lo anodino.
Rutina.
Salgo pitando, respiro y doy pábulo
a mi estómago, que ansía restauración
urgente.
Disfruto llenando el coleto a sabor: Al
Freír será el reír y al pagar será el llorar.
Traspongo la puerta del placer y me doy
de bruces con un par de engendros que
me cortaron la digestión.
A quién me veo sino a mi mujer besando
a su compañero de oficina en la pausa
publicitaria.
Hago un giro teatral para escurrirme sin
ser visto.
Hago de tripas corazón y de pesares
piernas, tanto que sobrevolé las calles
hasta llegar al portal.
Me vuelve a sonar el reloj, esta vez a las
seis de la tarde.
Comida pesada. Sueño profundo.
Casi pesadilla.