Leoner Lozano

Morando en la altura

La silueta, el cuerpo flojo, resisitido. Allí,.detrás de la cortina, siempre visible el otro lado del edificio. Una ventana blanca, encendida en su silencio, se fija entonces en el humano que pulsa el interruptor a sabiendas de un joven que no puede interpretar sus pensamientos. la abadía luce su oscuridad rojiza en la que ellos evitan mirarse. Él, amante del sabor inequívoco de sus labios, de ellos fué girasol en sus plantíos más o menos recordados. Ahora miran con deseo sus viejas costumbres, sus bocas temblorosas, platicando con sus ojos y recitando frente a su nuevo amante... 

¡Moribundo! Le han dicho más veces de las que prestó atención, se tambalea al caminar, sufre de una columna de plástico óseo,

Charlatán,

Mentiroso sin juicio,

A veces por miedo, esclavizado tiene el corazón cuando intenta amarse, amar a todos, amar a las pequeñas y redondas aves multicolor desgastando el mañana con gracía romana, no tan rebuscada en su saber, pobre de los hombres y mujeres que son sus sedantes y venenos, que se cruzan en su pensamiento más simple, espaldas, vigoroso sexo suyo erecto, desterrado de su pelvís, anclado a la extrañez y la incorformidad. Recuerdos de su niñez que atraviésan sus manos clavos con cadenas finas y brillantes, para su suerte, y pienso que esta es su única ventaja ante tal barbarie anunciada y repetida una y otra vez por su inconsciente menguante de la tarde parra, como la Violeta mía y de todos con oído libertinario. Fuí entonces a buscar, en la infinita dimensión de las estrellas parlantes y de esos que sueñan en muelles vacíos y viven, usurpando en la madrugada; los amigos cálidos, orbitantes cómo aquella sonrisa de bebé cargado en el tren verde de las cinco y cincuenta y tres.