¡Sí!
Esa mujer recibía lágrimas, orgasmos desquebrajados y un alma.
Decaía la mezquita de su vientre en mis pasos valientes.
Moría el cosmos en los gritos libidos del amor ficticio.
No caían lágrimas en el vaso del infierno.
Las piernas abiertas de la mujer eran el purgatorio,
laberinto infinito de mentiras y verdades.
Piensan los astros en explosiones de estrellas (supernovas)
pero sólo sentían la presencia del grito
placentero y fingido de la mujer en que habitó.
Existen almas en el ánfora nuestra:
arcaicas, perdidas, milenarias,
sonríen sin prisa,
ayudan en las caricias,
surgen de las lágrimas y del orgasmo,
decaen en el pensamiento de la mujer,
que piensa en los labios de otro ser.
Disfruta el existir en la cerveza perdida dentro del cuerpo,
los labios mutuos se desgarran y atrapan,
el pene y el vientre luchan en las galaxias eternas,
es fugaz, es eterno, infinito el orgasmo verdadero.
La mujer ya no piensa en las lunas de Júpiter,
ni en los hombres que no lograron los besos perfectos,
como los que ahora siente, firmes sin defecto,
caricias del elixir, del subsistir sin atajos, sin mentiras,
sin orgasmos ficticios como en las películas.
¡No!
Esa mujer fue de hombres ciegos, cojos, mudos.
Hombres sin fe, sin Dios que castigue,
sin sabios que guíen.
Esa mujer es la vida en la reencarnación del amor,
en la rutina del sexo con sentido,
en lo atroz de las verdades de la sociedad,
en el beso de ¡buenas noches! Sin despertar.