(I)
Amada mía...
que os deshacéis silente,
en la atalaya vespertina
de su abrazo...
por un extraño
e inconsolable impulso,
semidesnudo
y descuidado...
en el cáliz
desvalido de la aurora.
Rogad a los dioses
que la pletórica
actitud...
extrañamente encerrada,
en el alma descuidada
por su dicha
permita
el desgaste
anárquico...
de vuestro cetro,
en la sublime...
e inigualable
fragancia
desmotivada,
por la divina...
y desorganizada
ausencia,
del otoño...
inolvidable
en que se adjunta.
(II)
Me despido
de mi herida....
hasta aquel día
en que vos,
mi enfatizada
e inconstante
diosa del deseo
me disponga tenue
en la sutil enredadera
de su escandaloso
puño...
sublimado,
en el esmeraldino
e inconstante arroyo
despiadado...
y apenas desestructurado,
por la gracia
incosolable...
de su rezo,
en la desnaturalizada
y sutil enredadera
denostada...
en el imperio
desguarnecido
de su dicha,
ante el cáliz
amargo....
y melancólicamente
desnutrido,
de un inmenso
y ajusticiado mar...
apenas deshilvanado
en rojo,
por la gracia...
incuestionable
de su cita.
(III)
Tenaz e impávido
me recreo,
en un ignoto fuego...
de suavidad perpetua,
en la hespéride
afragatada...
de vuestro pecho,
soñando nadar
en la catarsis
humedecida
y protectora...
del diamante
enternecido
en que se mira,
donde un inmortal
poema
apenas disfrazado...
y de sin par belleza,
pareciera
deshacerse
tácito...
en las playas
desacreditadas
del espíritu,
entre aquellas frondas...
donde la meliflua imaginación
desnuda...
de todo labio,
pareciera vivir
perdida...
y nadar inquieta,
en las cumbres...
extremadamente
sutiles,
y a veces...
desmesuradamente
tristes,
del invierno
deslazado...
en su congoja.