Te vi de nuevo, esta vez no evadí tu mirada, sólo te miré y sonreí. Una sonrisa tan fuerte como un abrazo que llevaba una eternidad deseándose, tan infinita como un último beso de despedida entre dos amantes a los que la distancia separa. Fue un instante fugaz cual estrella, en donde el tiempo jugueteaba a ser eterno, en donde la luz brillaba más a través de mis ojos, y la blanca luna acariciaba tus mejillas como el canto de un ruiseñor acaricia a los rosales del jardín.
«Mírala, es tan hermosa como en tus recuerdos», pensé mientras me alejaba de ti, sin mirar atrás, sin mirar al pasado.
Esa noche, al llegar a mi casa, sentí un vacío tan grande que Dios a su lado se veía pequeño. Suspiré, un suspiro insípido, no sabía a alegría, no sabía a tristeza, no sabía a nada; «¡No temas!», grité fuertemente dentro de mi cabeza, como queriendo tomar con seriedad mis pensamientos; me recosté en mi cama y, para estar seguro de que iba a escuchar todo lo que tenía que decir, dejé de pensar y comenzó el soliloquio: —Tranquilo, sé que te sientes confundido, sé que esta sensación te aterroriza, pero, no debes de temer, no debes de temerle al vacío, recuerda un cosa, tiene que quedarte claro, vacío es capacidad—.
Esas últimas palabras se quedaron en mí, las guardé como el regalo más preciado que un buen amigo te puede dar; perdí el miedo que sentía por esa sensación, dejé de pensar en si el vacío era por la falta de tu amor, o si lo que faltaba era la alegría que te regalé en esa última sonrisa.
Esa noche, después de todo, pude dormir tranquilamente, incluso más que antes de verte, dejé de sentir tu partida de la manera en que lo hacía, dejé de creer que mi vida sin ti era el final, y aprendí, comprendí, que no era más que sólo un nuevo inicio, el inicio para llenar el vacío que dejaste dentro de mí.