El docente ideal de nuestro medio
debe tener la magia del artista
para cincelar el alma del alumno
cual un perfecto David moralizado.
Debe de ser un gran payaso
para que en su clase no se duerma
aquel que se aburre hasta en una fiesta
con banquete y licor incorporado.
Debe de ser reconocido y recordado
por todos sus alumnos
en ese estereotipo de sabio despeinado,
de comic fantasioso o de novela.
Debe saber transmitir, embrujar y enamorar
sin perder el espíritu científico
ni la tozuda precisión del matemático.
Esta es la pintura perfecta del docente
que se exhibe aquí y allí
con todos los matices
en formatos pomposos y felices,
en decálogos pulquérrimos, morales
complejos recetarios muy formales.
Nos exigen que seamos transmisores
de saberes y experiencias, no de datos,
pero eso sí, a voz en cuello nos demandan
que seamos los únicos gestores
de valores que orienten sus vivencias,
como si fuéramos nosotros los docentes,
el modelo perfecto de sapiencia,
de bondad, de santidad, de pulcritud
y de todo invento de virtud prefabricado.
Y ellos mismos, llamados hoy día los dicentes,
el ejemplo perfecto en este mundo
de sensata y pulquérrima obediencia.
Cuando se aprietan los controles de este rol
y los niveles de exigencia
para hacernos creer que somos
casi dioses en el aula
pero obreros del discurso fuera de ella,
surge la tentación de dos caminos:
dejarnos embrujar de la ilusión de ser
actores sociales de importancia,
pero viviendo como cualquier asalariado
mendigando el jornal que se ha ganado;
o el segundo, con profundo dolor,
buscar por doquier nuevos destinos.