Teodocio Potes

EL DOCENTE IDEAL PREFABRICADO

El docente ideal de nuestro medio

debe tener la magia del artista

para cincelar el alma del alumno

cual un perfecto David moralizado.

Debe de ser un gran payaso

para que en su clase no se duerma

aquel que se aburre hasta en una fiesta

con banquete y licor incorporado.

Debe de ser reconocido y recordado

por todos sus alumnos

en ese estereotipo de sabio despeinado,

 de comic fantasioso o de novela.

 

Debe saber transmitir, embrujar y enamorar

sin perder el espíritu científico

ni la tozuda precisión del matemático.

 

Esta es la pintura perfecta del docente

que se exhibe aquí y allí

con todos los matices

en formatos pomposos y felices,

en decálogos pulquérrimos, morales

complejos recetarios muy formales.

 

Nos exigen que seamos transmisores

de saberes y experiencias, no de datos,

pero eso sí, a voz en cuello nos demandan

que seamos los únicos gestores

de valores que orienten sus vivencias,

como si fuéramos nosotros los docentes,

el modelo perfecto de sapiencia,

de bondad, de santidad, de pulcritud

y de todo invento de virtud prefabricado.

Y ellos mismos, llamados hoy día los dicentes,

el ejemplo perfecto en este mundo

de sensata y pulquérrima obediencia.

 

Cuando se aprietan los controles de este rol

y los niveles de exigencia

para hacernos creer que somos

casi dioses en el aula

pero obreros del discurso fuera de ella,

surge la tentación de dos caminos:

dejarnos embrujar de la ilusión de ser

actores sociales de importancia,

pero viviendo como cualquier asalariado

mendigando el jornal que se ha ganado;

o el segundo, con profundo dolor,

buscar por doquier nuevos destinos.