Me estremecí ante el estruendo que llegaba a mis oídos
por el ventanal que daba al patio.
Al parecer, un destacamento del ejército chino, raudo
como una centella, se dirigía a Lasa para ejecutar la
sentencia, decretada arbitrariamente por las
autoridades de este país, en virtud de la cual el estado
tibetano debía someterse a la soberanía del colosal
vecino.
Este nefasto suceso ocurrió en los albores de los años
50, cuando contaba tan solo ocho años de edad.
A la sazón era un jovenzuelo que recibía las enseñanza
del Dalái Lama en su mismo palacio, privilegio que
gocé por ser hijo de uno de sus leales lugartenientes.
Ante el diluvio de tristeza que me invadía, no pude por
menos que salir de estampida en busca de un refugio
más seguro.
El soberano fue puesto ipso facto a buen recaudo para
preservar desde el exilio la supervivencia del Tíbet.
Mi madre, que no me abandonó en ningún momento, me
llevó a unos subterráneos, cercanos a los jardines de
palacio, donde nos abrigamos al calor de la compañía
de una buena parte de los hermanos que compartíamos
habitación y credo.
Al fin y a la postre, el ejército chino hizo su trabajo sin
que se percatara de nuestra presencia.
Los ruídos cesaron al poco tiempo porque la resistencia
brillo por su ausencia, como no podía ser de otra manera.
Por fortuna, el Tíbet, aunque dependiente, sigue
ejerciendo su magisterio espiritual, que tanta falta hace.