Nunca hubo beso más dulce
ni más tímido, ni más cándido,
un beso más deseado,
más terrorífico:
el beso de unos labios nunca besados,
los míos;
mis labios deseosos,
temerosos,
dispuestos a estrenar su suavidad,
a conocer la suavidad de los otros;
ansiosos de sentir a qué sabía
el brillante marfil de aquella preciosa algarabía
que era tu sonrisa.
Una brizna de hierba sujeta en tus dientes
era una corta distancia para dos bocas
mucho más corta todavía
para una boca inexperta como la mía.
Qué dulce todo...
Sonreías...
la hierba se acortaba...
Qué bello todo,
el universo conspiraba:
la tarde de verano, el río, las cañas
y aquellos espigados chopos que nos acompañarían.
Nunca encontraré entre mis recuerdos
uno más placentero que el que fue
aquel primer beso que tanto temía
y que a partes iguales deseaba.
No siento añoranza, no la siento,
pues aquel hecho no esconde rencores
no guarda amargos sabores,
aquel primer beso es azul,
inmenso,
como el cielo que nos cobijaba
y blanco
como lo eran tus dientes
como lo era mi alma.
Aquel beso se quedó prendido entre las cañas,
entre las ramas de los chopos,
y en aquella pequeña poza
donde el río se estancaba.
Desde el talud donde aquella tarde nos sentamos
con las piernas colgando sobre nuestro reflejo,
ya no queda apenas río
ni chopos,
apenas hay cañas,
pero al pasar por allí sonrío
recordando aquel primer beso
que fue el dulce y carnoso deseo
de un amor con sabor a nata.
Bambú...