Alberto Escobar

Vejez

 

 

El viejo respira el mismo aire que el niño

 

 

 

 

 

Marianín.- ¡Abuelo, ven aquí a jugar a la pelota!
Abuelo.- ¡Para allá voy hijo, no me hagas correr mucho!


El abuelo, que frisaba los setenta, sentía en sus piernas
el peso de la inactividad física, aunque algo andaba.


Marianín.- Gracias abuelo, sé que te cuesta ir detrás
                  de un balón que se torna gacela a tus
                  años. Cuando terminemos te compensaré
                  con millones de besos, que van a ser
                  pajarillos que bajarán a tus mejillas a
                  comer de tu alpiste de bondad.


Abuelo.- No sabes hijo la alegría y la fuerza con que
               me bañan tus palabras, que oídas me resultan
               cantos celestiales, me devuelven a años
               imposibles y hermosos al tiempo.


El cariño de su nieto obró cual viento que dotara
a su cuerpo de una suerte de levedad asombrosa.
De súbito su desconfianza se volvió descaro hasta
animarse a correr cual si de un delantero al uso se
tratase.


Abuelo.- Marianín hijo, ¿Nos vamos ya a casa?

 

Marianín.- Sí, abuelito, volvamos a casa que tengo
                   un hambre canina. Quiero decirte que
                   ha sido un día maravilloso, he disfrutado
                   como un cisne que tras nacer repudiado
                   es admirado con envidia por los recelosos
                   hermanos.

Abuelo.- Yo también he disfrutado mucho, tanto que
                estoy ya contando los segundos que me
                restan para volver, me siento muy bien
                después del ejercicio que me has animado
                a hacer hijo, gracias por insistir hasta vencer
                mi recalcitrante resistencia, maldita inercia, 
                maldita costumbre que se presta a la incuria
                con la facilidad de un negligente.

A la semana de comenzar su nueva rutina, el abuelo 
pareció rejuvenecer unos años, la alegría de vivir se
vertió sobre su carne como salsa bechamel.