El viejo respira el mismo aire que el niño
Marianín.- ¡Abuelo, ven aquí a jugar a la pelota!
Abuelo.- ¡Para allá voy hijo, no me hagas correr mucho!
El abuelo, que frisaba los setenta, sentía en sus piernas
el peso de la inactividad física, aunque algo andaba.
Marianín.- Gracias abuelo, sé que te cuesta ir detrás
de un balón que se torna gacela a tus
años. Cuando terminemos te compensaré
con millones de besos, que van a ser
pajarillos que bajarán a tus mejillas a
comer de tu alpiste de bondad.
Abuelo.- No sabes hijo la alegría y la fuerza con que
me bañan tus palabras, que oídas me resultan
cantos celestiales, me devuelven a años
imposibles y hermosos al tiempo.
El cariño de su nieto obró cual viento que dotara
a su cuerpo de una suerte de levedad asombrosa.
De súbito su desconfianza se volvió descaro hasta
animarse a correr cual si de un delantero al uso se
tratase.
Abuelo.- Marianín hijo, ¿Nos vamos ya a casa?
Marianín.- Sí, abuelito, volvamos a casa que tengo
un hambre canina. Quiero decirte que
ha sido un día maravilloso, he disfrutado
como un cisne que tras nacer repudiado
es admirado con envidia por los recelosos
hermanos.
Abuelo.- Yo también he disfrutado mucho, tanto que
estoy ya contando los segundos que me
restan para volver, me siento muy bien
después del ejercicio que me has animado
a hacer hijo, gracias por insistir hasta vencer
mi recalcitrante resistencia, maldita inercia,
maldita costumbre que se presta a la incuria
con la facilidad de un negligente.
A la semana de comenzar su nueva rutina, el abuelo
pareció rejuvenecer unos años, la alegría de vivir se
vertió sobre su carne como salsa bechamel.