Esa mañana ella lucía triste,
tal vez era la lluvia, o el cristal opaco
de su ventana vieja,
o el café frío que llevaba en sus manos
ya más de dos horas.
Aún así no pude dejar de verla,
los mechones de su cabello rizado
eran como hilos de oro que caían sobre su frente,
sus ojos como una llamarada de fuego
que poco a poco se va extinguiendo.
Nunca supe por qué tenía esa apariencia,
pero lo que si supe es que aún con esa tristeza su belleza era inmensamente perfecta.