Si la penicilina puede curar a los enfermos,
el vino puede resucitar a los muertos.
Alexander Fleming
Abrió la puerta del laboratorio con la tenaza en la
que se convierte la mano cuando planea sobre la
mente el sentimiento de culpa...
Alexander recordó con acritud, en un receso del
sueño, que las placas de cultivo bacteriológico que
colocó sobre su mesa de trabajo no quedaron bien
protegidas de la intemperie, con el consiguiente
riesgo que ello suponía para el feliz término de sus
experimentos.
Se dirigió como centella de ira que lanzara Júpiter
a la mesa y constató el desaguisado: las placas se
ofrecieron a sus ojos con pequeños lunares
blanquecinos dispersos aleatoriamente sobre la
superficie de las muestras.
Lejos de mecerse al viento de la ira y limpiar de
fracaso el contenido de cada una de las placas, se
detuvo observándolas hasta penetrar con la pupila
el misterio que se dibujaba en ese instante.
Se hizo del microscópio bajo la ilusión del acaso
y comprobó que en las zonas donde se habían
hecho fuertes los hongos, las bacterias brillaban
por su ausencia.
Su instinto científico le llevó a uno de los más
importantes descubrimientos de la historia de la
humanidad.
La serendipia, es decir, la casualidad o la fortuna,
el azar que campea sobre el Universo cual legítimo
rey, es la progenitora de la mayoría de los avances
que nos han llevado hasta el presente que ahora
vivimos.
A decir verdad, esta reina del progreso de la que
estamos departiendo no materializaría sus prodigios
sin el impulso del talento del investigador que se
topa de bruces con ella; Fleming vivió la aparición
de la ocurrencia en su mente a modo de bombilla de
luz que chispea de repente, sin la cual la serendipia
sería como un jardín de infancia sin niños.