Era un hombre calmoso, de esos que rechinan los dientes al ver los automóviles presurosos.
Su bastón de Tejo crujía causando un eco que llegaba a mis sensibles tímpanos,
en su temple giraba la cabeza sintiendo el viento como si fuera la primera vez,
sonreía sin esperar nada a cambio pero al verlo se derretía cualquier muro.
Sucumbían sus pasos en el suelo, detrás de cada huella dejaba sembrada una semilla con su filosofía, cada semilla era parte de su sabiduría.
En ocasiones tomaba a un niño para entregarle una flor de ese sembradío, cargado de valores y felicidad sin temores.
Viejo lobo, aullaba cuando la gente causaba mal.
Viejo lobo, aullaba siempre que veía a alguien llorar.
Viejo lobo ¿Por qué te vas?
Él se sentaba en la esquina arcaica de la ciudad milenaria, su lugar tenía o tiene aún su nombre grabado en letras de oro divino traído de los pensamientos más sinceros.
En su imaginación no había límites, la utopía de ver y hacer mejor a las personas lo motivaban a dar un paso más y dejar una semilla atrás.
Viejo lobo se extrañan los ecos de tu paz, ahora que no estás la esquina ya no es igual, los niños lloran y nadie grita ¡ya no más! Las mujeres no tienen a quien saludar sin temblar.
Viejo lobo quién me calmara, ahora que es mi turno de llorar.