El estruendo de una moto me despierta
de madrugada, giro hacia el otro lado
para obviar la realidad y acogerme al
sueño, que se me desprendía
momentáneo.
Aunque lo sujeto de los brazos acaba
yéndose, frustrado, como empapado
por una ducha fría.
Me levanto a buscarlo, tardo en
encontrarlo por entre los muebles de la
indiferencia.
Lo cojo entre mis brazos, lo arrullo y lo
meto en la cama conmigo, cantándole
una preciosa nana.
Acaba dándose por vencido y se funde
bajo el calor de las sábanas y el placer
de la brisa que entra por la ventana.
Me detengo en el círculo del despertador,
son las cinco de la mañana y mi debido
descanso desespera, los ojos son óvalos
que se caen.
Irrumpe la mañana inoportuna, miro de
frente un rectángulo que cada día me
devuelve un rostro que se deja invadir por
la nieve. Frío.
Vuelco sobre un cilindro un líquido negro
e hirviente que me abrasa el cansancio,
que sucumbe calcinado sin clamar justicia.
Relleno dos cuadrados de cereal bañados
en aceite que se dejan acompañar del
almibarado sabor de la miel.
Me protejo la piel de la intemperie y la
verguenza y salgo de mi íntimo a cumplir
con el guión.
Cierro mi alma con llave...