Fernando caminaba con su perro de la correa
pensando- el perro- si merecía la suerte de
tener a este chico como dueño, o mejor decir
como opresor.
Fernando solía llevarlo a un monte ajardinado
que se divisaba desde su casa a no mucha
distancia, y se antojaba sitio ideal para que
el perro, Eustaquio, pudiera aliviarse sin tener
que llevar a mano la enojosa bolsita de rigor.
Un día, cansado de la vigilancia carcelaria de
su dueño, decidió, aprovechando el depiste
que el encuentro de un vecino, también tirano,
imponía a su dueño, adentrarse en el corazón
del recinto arbolado para aventurar una fuga
que le devolviera el sentimiento de libertad,
ya casi olvidado desde que fue recogido de la
calle tras un accidente en el que fue casi
abatido por un desaprensivo motorista.
Eustaquio parecía llegar a la conclusión de que
el sustento garantizado sin libertad, o con una
dosis insuficiente como la que disfrutaba con
Fernando, era el corolario de una existencia
inexistente.
En vista de esta determinación mantuvo la vista
al frente hasta que sus oídos fueron heridos por
las imprecaciones de su dueño, que lo aherrojó
sin piedad y con una ración doble de
inmisericordia.