Allá lejos, en el ombligo del Altiplano Occidental de Guatemala, en un pueblecito que antaño le llamaban Chusiguán, de habla Maya Quiché, que ahora es un pueblo grandotote, pujante y pintoresco, en donde las montañas aún conservan su alto bosque, vivián en tiempos viejos, los gemelos: Pedro y Juan (L´u y Xuán), nacieron con cinco minutos de diferencia al momento del parto de Doña Dolores ( Nan Tl´or) según lo comentó la comadrona. Su niñez y su juventud la disfrutaron en la aldea que se ubica al pie de la montañona bañada de brisa matinal y espesa neblina y, es que la montaña grande como un gigante verde, dormido, forma parte de la Sierra Madre que se impone sobre la comarca en la cual ellos habitaban y atraviesa todo el territorio del Altiplano chapín. Ellos, desde que cumplieron sus quince años, ya habían recorrido y explorado todos los rincones de su singular aldea. La conocían como la palma de su mano.
¿De qué vivían estos patojos? Pues, se sustentaban de su trabajo ordinario como campesinos, labrando la tierra, degustando sus frutos; pero, había algo que les fascinaba hacer como oficio a estos muchachos, es ir a traer un tercio de leña a la montaña, para que su mamá cocinara los frijoles negros, caldo de hierbas nutritivas y unos huevos duros en el “poyo” de adobe que tenían en la cocina. Todas las mañanas cuando ya humeaba la chimenea de la cocina de la humilde casa que estaba metida entre la milpa, las flores silvestres y las malezas de la aldea, Pedro y Juan ya iban camino a la montaña a traer leña o chiribiscos, según lo que encontraban. Y es que como la aldea ya había crecido y habían muchos leñadores por lo que estaban dejando pelón los palos de pino, de ciprés y de encino que abundaban en el lugar, por esa razón se adentraban en la montaña o buscaban otros lugares para no ir lejos de casa.
Cierto día, muy de madrugada, cuando ya habían dado de comer a las vacas lecheras, a las ovejas lanudas y habían abastecido de sal a la yegua que tenían, que a veces ésta, llevaban a la montaña para traer mucha leña. Esta vez, se les ocurrió no llevar al Canelo, que es un perro callejero adoptado, de color café quemado, que siempre les acompañaba a la montaña, y es que el Canelo era buen cazador de conejos silvestres, ¡ tenía un olfato !, que no le ganaba ningún perro de esos que entrenan en la Policia. El Canelo sabía cómo regresar a casa, sin necesidad de brújula. A Doña Dolores y a Don Cristobal (Tat I´xtúp) les encantaba que los muchachos siempre regresaban a casa con un presente para cocinarle como vianda de primera y servirlo en la mesa de madera rústica con patas de palo de encino provisionalmente amarradas con lazo.
Ese día, de madrugada, en que los patojos se levantaron antes que el Sol, se dirigieron rumbo a la montaña grande sin avisarle a sus padres. Lo extraño, es que el Canelo no los siguió como solía hacerlo, sino que se quedó junto al corral de las aves, ya que el Canelo era el guardián de las gallinas ponedoras, para evitar que los tacuatzines se comieran a éstas y los huevos.
Los mellizos: Pedro y Juan llevaron sus machetes y el hacha, sus lazos y mecapales, sus palos guías que servían para hacer una especie de cacashte en la espalda, así el tercio de leña venía bien jateado que daba gusto verlos bajar en gran carrera desde la montaña.
En esa alborada siguieron la vereda que los conduciría a la parte alta del “monte” y después de ese límite, ya no hay camino, porque era denso bosque y a veces daba miedo adentrarse en el corazón de la montaña que solamente lo hacen los guardabosques que andan en grupo o los depredadores de pinabete o taladores de madera preciosa como el Pino Blanco que usan como materia prima los carpinteros del Altiplano.
Esa madrugada, que avisoraba ser un buen día, porque el alba ya asomaba su lindero rojizo en el horizonte de la Sierra Madre y estando ellos ya en la punta de la montaña, en donde apenas se miraba lo grísaceo del humo que salía de la chimenea de la cocina de Doña Dolores, que por cierto la casa era de adobe y techo de pajón. Pedro le dijo a Juan (en lenguaje Kiché, puro, original y silvestre): ¡ mirá vos ! allá hay un camino bien chilero, que no tiene dificultad para andarlo, ¿por qué no lo seguimos, talvez nos lleva a encontrar buena leña? ¡Ta´bueno pues, le dijo Juan !, y así fueron caminando y corriendo, corriendo y saltando, que hasta la quietud y lo hermoso del lugar los invitaba a silbar sus mejores tonadas de rancheras y disfrutaban cazando codornices con sus senda ondas de hule canche y piedras lisas del río que les servía como petardos para tener buena puntería. Con toda esa majestuosidad de la montaña serena, el camino plácido y sinuoso, los árboles frondosos con viejos bejucos, patas de gallo, la maleza humeante de neblina y aire puro, a Pedro y a Juan se les olvidó que tenían que hacer la leña y que no tenían que recorrer mucho camino para no retornar cansados a casa. ¡Todo eso se les había olvidado ! Felices ellos, seguían y seguían ese bonito sendero. De repente, Pedro se voltea y se acomoda mirando fijo hacia atrás, ese esplendoroso y sinuoso camino ¡ había desaparecido por arte de magia !, tartamudeando y con señas mudas, le insinuaba a Juan que viera lo que estaba sucediendo en ese instante de historias y aventuras montañescas, a ambos les entró un indescriptible temor, de esos temores que como machos fastuosos del espécimen masculino núnca habían sentido. ¡ Sin saber cómo regresar ! porque no había camino, ni brújula, ni estaba Canelo, ni guía, ni rastro. El sol se había escondido detrás de las nubes, la frondosa copa de los árboles hacía más penumbroso el lugar: Habían arribado al corazón de la montaña, ¡ habían llegado al Chuitamango…!
Jaime García Álvarez
(San Francisco El Alto, Totonicapán)
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