Hay una casa que alentó los sueños de mi infancia,
que guió mis pasos cuando aún las sombras carecían de pasado.
Hoy vuelvo a esa casa, que fue raíz de mis afectos,
donde perseguí la noche cálida y aventé la bruma de los días.
Ahora permanece vacía llena de recuerdos,
con la oscuridad desnuda ocupando sus espacios.
Ajena a fiestas de guardar y a mesas bien dispuestas,
aún alberga en su interior el latido de un corazón
de invierno gastado en el bullicio del estío.
El tiempo, que arrastra tras de sí sus predicados,
parece haberse detenido en la mudez de los espejos,
en el polvo acumulado sobre los muebles,
en las grietas que ascienden la impávida desnudez de las paredes.
Dejo que se hospede en mis pupilas la huérfana mirada del regreso,
aquel juvenil asombro ante el viento
que acariciaba las flores dormidas y acamaba los orgullosos juncos;
y me permito, indulgente, volver a ser el niño
que nunca alcanzó a ser príncipe
en su imaginado reino de testas coronadas sin cabeza.