El canto de un ruiseñor acallado
por el doblar de solemnes campanas
que anuncian al eterno cielo azul
la disgregación entre cuerpo y alma.
Pétreas ruinas de un parque de atracciones
donde antaño despertaron las sanas
costumbres de la infancia y ahora viven
las aves y las voces atrapadas.
Huellas que quedan sepultadas bajo
una alfombra de otoñal hojarasca
mientras la fina lluvia cae
y deja un olor a tierra mojada.
Inmóviles manecillas de un reloj
que se detuvo a la hora señalada
y desde entonces acumulan polvo,
risas, sinsabores y madrugadas.
Temblorosa mano que se desliza
por la arrugada piel de aquella cara.
Cuenca seca y agrietada por donde
discurrió un río de cristalinas aguas.