Alejandrina

Flor de América

 

Hay una flor de luz cosechando eternidades.

Aún pasa el acento impávido de sus bordonas

junto a las hilanderas de mi tierra.

Las hermanas de la lluvia

van bordando incansables la alegría de su canto;

los telares, huérfanos de su sudario,

cuelgan como racimo de lágrimas en el viejo tronco de la parra.

 

¿Cómo fue que te hiciste flor de cenizas Violeta consentida?

Qué dios engreído, arrastró tus agrarias manos

hasta su pretérita oscuridad,

mordiendo tus labios de arcilla guitarrera,

esas manos que aún se sienten arpillando ilusiones

en las inclementes gotas de la lluvia.

Viajera con el tiempo; escondiendo en el viento tu dolor.

 

Aún amaneces junto al canto de los pájaros

charanguera de la albada,

lavandera de la luna…

lámpara moldeada en polvo de astros,

 

Van los copihues despeñándose por tu indomable frente,

la noche se hizo eterna en tus cabellos,

tus pies descalzos retumban en el silencio de los charcos.

 

Vehemente, como el bramido de las aguas,

vas cantándole al amor,

a la tristeza, a los cardos del camino,

con esa forma tan tuya de amar; con rabia, con locura.

Perdiz herida volando entre relámpagos azules.

 

Cálzate los pasos de los viejos caminos,

cíñete la piel, despiértate a tus ojos, a la rueca de tus manos,

y vuelve flor de cerámica por los hilos de tu vihuela,

a colmar la gota de dulzura en el triste país de las cerezas.

San Carlos, allá en el sur, aún te reclama,

por las trenzas transparente de sus aguas

suben manzanas ácidas, alamedas de trinos,

vasijas rebosante de castañas,

esperando tu tacto de greda y de violín

tu vaho tibio como esencia de vino cantando entre tus labios.

 

Arpilleras, cántaros, poemas,

cuecas y sentidas décimas, 

forman un gran ramo de violetas

renaciendo día a día bajo la constelación del sur.

 

Con qué fuerza creciste mujer mía…

cómo trizaste la voz del trueno con tu oración agraria,

con tus flechas de uvas iracundas.

 

Hasta el norte llevaste tus pámpanos de mirra

para ungir el sufrimiento de las viudas y los huérfanos.

Búcaro silvestre,

derramaste tu sombra como un manto

sobre los dorsos desnudos de los mineros.

 

Pero no te detuviste allí,

en la salitrosa monarquía de las piedras.

Como una nube te impulsaste

más allá del lucero titilante de los cóndores,

con tu grito libertario, con tu pendón de fuego,

con la piel del maqui y la casta de mi Arauco entre tus senos.

 

Ahí estaba el mundo, detenido, esperando tu saya de líquenes,     

tus sandalias peregrinas de yuyos y de trigo.

 

En la vieja tierra creciste como el surco en el arado,

en sus garzas azules los hombres exploraron tus cauces,

mestiza y bravía mujer chilena

y entre sorbos y sorbos de mate,

en ti fecundó la médula y sustancia de las cosas;

menestral de la aguja, del caolín y la tonada.

¡Oh Flor de América!        

Espada de toronjil y roble; 

hermana madre, compañera en el sudor y en el silencio,

perdóname por estos pobres versos de avellano,

de sauce amargo, de madera;

si no llegaron galopando al lomo del marfil y de las gemas,

tienen tu herencia, tu corazón de barro fresco,

el perfume de la menta y de los hualles de mi tierra.

Los escribí buscándote en mis carnes y en la bruma,

con los líquidos ababoles de mis venas;

a la suerte de mi alma y de la pluma.

 

Alejandrina.