No puedo concentrarme, pues no sé qué
no puedo levantarme, soy un charco en el suelo,
no quiero, no puedo.
Soy como una gota de hidromiel,
cuya dulzura se opaco con el tiempo
y sucumbió a la triste amargura del olvido,
como un barco que se hunde a la deriva,
como la saña de un río que no encuentra sus afluentes,
todo eso soy, cuando el fuego en la cabeza hierve.
Y por un arte de distancias, las luces son apagadas por ángeles
las manos enfríadas y sonantes, me gritan en un desasosiego descalabrado
y en los ojos yacen montañas, en la cúspide está tu fantasma
tan cruelmente vivo, tan desapegadamente contento
y quemo, y muero, no sueño, no siento.
Un mosquito cae a la tierra, se gesta en viva agonía la sangre que no llueve
y tus cabellos danzan a la luz de aullidos, por un común enfado de mis yagas
un conjuro en esta habitación sintiente, una mancomunion y soledades latentes,
pues hoy junto todo aquello que no sana, y lo reflejo en un cielo impotente
le reclamo a este vacío que se trague a sus hijos, le vocifero a dios un tanto desposeído
no lo sé, no lo quiero saber
no lo quiero sentir, no quiero morir.
Allí está, un pequeño espacio entre las vicisitudes de los días,
una pequeña negrura olvidada en su trono de porcelana,
un olvido tan eminente, y así, tan dulce
con los ojos quebradizos por si acaso,
me sumerjo en esa pequeña maldición de mi sangre,
para nunca más encontrarme, para siempre por hoy simpatizarte.