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Eran las once cuando las golondrinas de la torre, asustadas, hendieron el espacio del silencio.
El campanario quedó vibrando en el bronce terco de sus campanas.
Yo seguía recordando.
Hay una fruta pequeña, negra y reluciente cuyo nombre no me acuerdo. Así eran sus ojos, pupilas ariscas flotando en el iris blanco de lirios curiosos.
En su boca párvula e indocta destellaban atrevidos latigazos de saliva oculta.
Cargaba un vestido gris salpicado con hojuelas diminutas que a la altura de sus pechos mostraba, irremediable, haberse roto el molde de su hechura.
Sus senos comenzaban a crecer como un primer día de primavera que jura quedarse para siempre.
Hablaba y como en un cuento contaba inventada historia de enamorados.
Ella lo sabía, yo, no; que el amor peinaba las púberes crines de nuestra hambre nueva.
Nadie pudo atajar la caída del sol entre los zarzales del horizonte, y tuvimos que separarnos.
Recién cuando lloré mis primeras lágrimas de amor que estallaron con el mismo sonido de un clavel en floración, me percaté de que me había enamorado.
Ya solo, volví a ver sus ojos, sus pechos, sus manos, sus cabellos despeinados y sus labios pedigüeños.
Fue mi primer amor, mi primera lágrima y la despedida de la virginidad de mi corazón.
Llevaba yo once años de edad. Y hoy lo recuerdo cuando las campanas me gritan que son las once del día o de la noche, o me envían once golondrinas en este mi otoño que vuelve a florecer.