Alberto Escobar

Papá

 

 

Me oculté tras la puerta para llorar en intimidad la
muerte de mi padre.

Papá regentaba en Barcelona un casa de comidas,
una posada, desde que el primer bozo negreara
sobre su labio superior, allá por los años de la 
guerra de Sucesión en España.

Él, al igual que su padre, defendía los intereses del
archiduque Carlos, aspirante al trono por parte de
la candidatura austríaca, porque garantizaban la
permanencia de las instituciones catalanas: la
Generalitat, o gobierno local, El Consejo de Ciento 
de la Ciudad Condal y, muy importante para todos, 
la lengua catalana, seña de identidad del sentimiento
y la raigambre cultural del pueblo catalán.

Ya confirmada la muerte de mi padre, que no pudo
superar la operación a consecuencia de un aneurisma
en la región abdominal, y después de desahogar mi 
pena, fui raudo a auxiliar a mi madre, a interesarme
por su estado tras tamaño mazazo.

Parecía bastante entera dada la situación. Nada más acercarme
me expresó su preocupación por su futuro y el mío; una mujer
viuda no es vista, ya se sabe, con buenos ojos en una sociedad
tan marcada por una trasnochada moral religiosa abanderada
del más recalcitrante machismo. Debía encontrar marido 
pronto, no en vano aún conservaba las mieles de su juventud, 
si no quería ser pasto de los buitres de la carcoma más militante,
los curas.

Yo tuve que hacerme cargo de la regencia del mesón, que hacía
por las tardes de escenario de tertulias políticas que aglutinaban,
al calor de un café y unos bollos, la flor y nata de la egregia
intelectualidad catalana, aquella que fue cocinada en los hornos
de los colegios jesuítas, que a la sazón punteaban el mapa urbano.
Decidí, allá por los años treinta del siglo dieciocho, venderlo.
No me sentía con ánimos, me recordaba demasiado a papá.
Empecé a estudiar oposiciones...