Voy a morir joven, eso es algo que siempre he sabido.
No pienso recibir reverencias por ser anciano,
ni sostenerme inquieto sobre un bastón,
con barba y mirada sabia;
no espero ser el esposo ejemplo a seguir,
ni el mejor padre del mundo, si ni siquiera puedo ser un buen hijo.
Espero con serenidad el día en que cruce por error
un semáforo en rojo, y que para esta vez,
la suerte me haya abandonado.
Espero que no salga vivo de algún atraco,
o que vaya de camino a un hospital,
agonizando,
y expirar en la sala de urgencias.
Ser el primer fracaso de un médico
acostumbrado a salvar vidas.
Tampoco pienso tener hijos.
Es cierto que no hay nada en el universo
que me inspire más ternura que un bebé,
pero no es mi objetivo, y lo siento.
Aunque será mejor que todo esto ocurra
cuando mi padre y mi padre no puedan verme,
que ellos pasen de ser testigos
de cómo la primera promesa que hicieron
se apaga con cada segundo, con cada suspiro.
Espero que el mundo me perdone.
Que me perdone por querer dejar estas palabras
como único rastro de mi paso por sus caminos.
No espero que se me recuerde con alegría,
no creo merecer tanto;
tampoco que alguien visite mi tumba con frecuencia
a dejar flores frescas al lado de mi lápida;
no espero que le hablen de mí a todo el mundo,
que compartan mis libros cada vez a más gente.
Espero que me perdonen por ser tan negativo, que no pesimista.
Por pisotear ahora mis principios,
por ajustarme la soga al cuello en lugar de quitármela.
Hoy sólo quiero mirar a través de la ventana,
decirme a mí mismo
que ya, que algún día,
en cualquier momento me tocará ser feliz.
Pero que tampoco lo espere.
Y claro que le tengo miedo a la muerte,
es sólo que he aprendido a asimilarla,
a recibirla, si no con los brazos abiertos,
al menos con la calma cerrada.