a Carmen, mi mujer,
en el segundo aniversario de su muerte.
Esta mañana, por un descuido,
el grabado japonés con la muchacha
que camina contra el viento,
se desprendió de la pared
y el vidrio se hizo añicos.
Mi amigo el enmarcador me ha propuesto
cambiar no solo el vidrio
sino también el marco, para que resalte
de manera más adecuada la belleza del dibujo
y la elegancia de los colores. Pensé,
antes de tomar una decisión, que eso
sería el primer cambio, después de tu muerte,
un cambio apenas perceptible, mínimo,
pero que igual abriría la puerta
a otros imperceptibles cambios del aspecto
de la casa que hemos decorado juntos, nosotros dos,
hasta en los mínimos detalles. Poco a poco,
el polvo levantado por el viento que sopla en el grabado
volverá a caer, se depositará y se hará palpable,
se hará visible; los objetos, uno por uno,
por los motivos más varios, van a ser desplazados,
alguno de ellos se romperá, será tirado,
hasta que, al fin, el aspecto de la casa será radicalmente cambiado
como para resultarte irreconocible si un día,
por un milagro inaudito, volvieras
a cruzar su umbral: mirarías
a tu alrededor maravillada y asombrada, incrédula
y profundamente apenada por mi infidelidad,
por no guardar nuestra casa como la habíamos creado
cuando estábamos juntos y nos prometíamos un amor
que el tiempo no mudaría.