La última vez que te vi estabas guapa como siempre,
elegante como siempre, mortal como siempre,
dócil como nunca.
Hoy te estoy viendo, no me preguntes
por qué sé que es la última vez.
En tu sonrisa cabía mi memoria;
en tus ojos, mi presente de niebla;
en tus manos, filtrándose ese aire en el que
terminó convirtiéndose mi futuro.
He estado mejor ahora para verte,
que antes para quererte.
Supongo que tarde,
pero siempre llega ese instante
en el que las condiciones
para aceptar una derrota
se vuelven manejables
y hasta peligrosamente tentadoras.
Te acompaña aquel que siempre fue mejor que yo.
Le sonríes como nunca me sonreíste a mí.
Siempre te imaginé de esa forma,
aunque entonces me dolía.
Hoy no. Puedo aceptar que lo abraces,
que lo beses, que lo mires a los ojos;
más porque sabes que te veo,
que porque realmente te nace hacerlo.
Imaginé un final alternativo, recordando tus palabras
antes del último beso que nunca me diste;
imaginando tus pasos detrás de la puerta;
las flores abriéndose si las mirabas,
la primavera llegando a tu ritmo,
el sol acariciando tu cuerpo,
bajando la guardia el invierno
para evitar convertir
tus suspiros en olvido,
mi calor en un recuerdo,
nuestra vida en aristas de hielo.
Te acercabas lentamente, como si la gravedad
hubiese aprendido a besarte los pies.
Imaginé un murmullo, una música de fondo,
mientras abrías la boca y tus manos,
comenzaban a hacerle cosquillas a mis instintos;
diciendo que no volverás a quedarte sin motivos,
jurando que no le darás razones al invierno,
que se te escaparán te quieros en mi oído,
que formularán preguntas tus silencios
antes de convertirse en navajas de gargantas.
Y no te culparía en absoluto por lo segundo.
Hay quien usa el silencio para matar
y hay quienes lo usamos para morirnos.
Volver a la realidad es otro asunto.
Nunca me llevé bien con las verdades duras;
quizá porque siempre fui de mentiras suaves,
lo cual explicaría mi aversión a tus silencios,
pero mi aceptación a tu docilidad sutil,
la misma que usas para abrazar
a aquel hombre que nunca tendrá mis ojos,
ni mis manos, mi voz, ni este olfato hambriento
de buscar tus puntos débiles en mitad de una guerra
que siempre ganaba si aceptabas que un beso
valía más que un poema.
No quiero olvidar porque olvidar se parece a un entierro
y yo los he odiado todos desde siempre.
Muchos dicen que un clavo saca a otro,
pero nadie advierte que es posible
que la herida se haga más grande.
Otra me hará bien, pero no feliz.
La soledad en mí es voluntaria.
Tal como lo es para ti esta distancia.
Vete y guarda mis ojos en alguna parte.
Entierra en un baúl estos poemas,
incinéralo después si lo ves necesario;
procura que él sepa merecerte,
que se deje llevar más por tu boca que por tus piernas,
que pueda sentir en tu abrazo el final de todo el frío,
que nunca te veas mejor en el espejo que en sus ojos,
y que jamás te apague el ego díscolo
de ser tú la que gobierne en sus sueños y futuro.
Yo regresaré a casa por el mismo camino.
De tanto ir y venir, debes saber que
ya me lo he aprendido de memoria.