El Sol retozaba entre los chopos cual gamo joven
que se jactara de su exultante juventud.
El filete de carne roja marroneaba sobre la rejilla
pidiéndome un poco de árnica, lo retiré del suplicio.
Un par de rebanadas blancas como alas de azucena
se me abrieron como flor de abril para abrazar pronta
carne, sedientas de sangre inexistente y rota.
Buceé la mano en un invierno de botellas de cerveza
que se gozaban en su cristalina compañía silente.
Miré al cielo en el regusto del refrigerio para sorprender
mi curiosidad en el deambular de una nube en forma de
osito de peluche, de un ocre rojizo, que amenazaba con
disolver la francachela.
De repente salto en respingo por dos rayos que proyectaron
sus ojos de azabache, que precedieron a un formidable
estruendo de viento y metal vecino de un bíblico diluvio
anunciador del fin de la barbacoa.
La carne quieta se dejó inundar sonriente por la lluvia dorada
en recompensa al sufrimiento de las llamas, y mientras, al
otro lado de los hechos, bajo hormigonado albergue, el café
vespertino nos devolvía la calma tras la zozobra.
El osito, ignorante del desaguisado del que fue artífice, siguió
llorando su destemplanza sobre la tierra sedienta y clamante,
lanzando centellas culebreras hasta el pleno de sus fuerzas.
Cuando llegó la noche, y ya cansado por tanta llorera y estrépito,
dejó su traje de nube y retornó a su condición de peluche para
depositarse al lado de Graciela y confortarla con su caricia.