Alberto Escobar

Crack en Nueva York

 

 

Las calles de Nueva York bullían como el agua que
da sentido a un caldo de ave, en aquellos estertores
de los felices años veinte.

El charlestón se erigía como la banda sonora de toda
una generación, que se tropezó por sorpresa con una
guerra que le era postiza a todas luces.

Aquel octubre del veintinueve saludaba el oropel que
se hacía fuerte en los cuellos de cisne de las damas de
alcurnia, las cuales sentían en sus pieles que la grisalla
de la austeridad se hacía presentes acaso levemente.

A media tarde, vi como los elegantes corredores
de bolsa de las más reputadas casas comerciales, que
tenían sitio en el parquet, salían por las puertas de
Wall Street como poseídos por el diablo, el terror se
encarnaba en sus rostros otrora felices y dichosos.

Al poco tiempo vi a un señor enchaquetado, de mediana
edad, asomado a una ventana del edificio financiero con
ademán de auparse sobre el alféizar.

No pude por menos que correr hacia el pie de la ventana
para intentar disuadirle de su defenestración suicida.
¡Oiga señor, qué está haciendo si puede saberse, métase
dentro alma de cántaro!

El señor hizo oídos sordos a mi exhortación y procedió al
consabido desenlace.

Tuve que retirarme hacia atrás, pues de lo contrario habría
muerto aplastado; fue realmente impactante asistir en vivo
a semejante espectáculo. ¡Qué horror!
La debacle fue de proporciones bíblicas y sus consecuencias 
ya constatadas en los venideros años.

Lo verdaderamente lamentable es que el ser humano olvida
enseguida los malos tragos para volver a repetir las mismas
peripecias.

La vida es implacable, aquello que no se cura rebrota tarde 
o temprano...