Toda la juventud que se congregaba en el Jazz Music Hall de New Orleans
bailaba con un desenfreno tal, que el chico del tocadiscos, el que no pudo
encontrar pareja para ir a la fiesta, era un ir y venir entre los estilos musicales
que rompían en aquellos felices veinte.
La algarabía que envolvía la entrada del nuevo año, el mil novecientos veinte y
seis, se extendía como pólvora quemada por todas las calles de la ciudad, donde
el jazz tomó carta de naturaleza hacía ya varias décadas.
De repente, el centro de la pista de baile quedó huérfana de alegría. Una chica,
rubia y alta para más señas, yacía casi inerte sobre el parqué como víctima de un
súbito colapso.
Mi amigo Peter y yo nos precipitamos a la carrera sobre ella para prestarle auxilio,
le tomamos el pulso sin percibir latido alguno y , con la velocidad de un rayo nos
pusimos en contacto con la policía, que aquella noche tenía a todos sus efectivos
patrullando sin parar.
Cuando llegaron los agentes la chica, de cuyo nombre no quiero acordarme, era
ya cadáver. Al levantar su cuerpo para depositarla sobre la camilla de mano le
pude apreciar una mancha roja, de sangre seca, a la altura del omóplato.
Parecía un navajazo.
Las amigas, que plañían como posesas, se retiraron con sus parejas al reservado
para digerir la tragedia antes de abandonar el recinto, que siguió hirviendo de
felicidad como si todo hubiera sido un sueño.
En una noche como aquella no había tragedia que valiese un disgusto, de hecho
Peter y yo seguimos en el punto donde interrumpimos la conversación con unas
chicas, por cierto también rubias y altas, que acabaron por aburrirnos
La vida sigue, y a rey muerto rey puesto...