Siempre quise ser tu primer suspiro,
tu cita de más tarde, tu canción favorita;
siempre quise que al mirarme lo supieras:
que estaba más cerca de tu vida que de la mía.
Siempre quise ser aquel sí que no le diste a nadie;
ese alguien al que no quisieras dejar nunca.
Siempre quise que rompieras tus esquemas conmigo.
Que el «jamás» y el «siempre» se esfumaran de repente,
y que los miedos de toda tu vida se fueran con ellos.
Siempre quise que supieras
de este anhelo casi enfermizo
de sacarte de una foto y traerte,
de besarte los labios hasta el alma;
de poder tocarte y tenerte,
para demostrarte de ese modo
que tenías un parecido irrefutable
con la mujer de todos mis sueños.
Y que tenías edificios palaciegos bajo los párpados
y que tus pestañas eran cobertizos
para esos dos agujeros cuyas pupilas
se dilataban con la oscuridad adecuada.
Y que tenías notas musicales en las yemas
que hacían bailar mis instintos al tocarme.
Que tenías el norte en los pies,
alas en los brazos,
y cuando volabas a mi lado
yo siempre besaba el vértigo.
Siempre quise decirte que me hundía
cada vez que no te encontraba cerca;
que el cerca contigo nunca me pareció suficiente
ni una sola vida a tu lado aunque sólo tuviera esta.
Que tenías unos ojos atardecer de verano
y unas manos viento de invierno;
que tu boca era un eclipse violento
y tu caminar un despertar constante.
Que tus caderas eran un vaivén infinito
y tus piernas dos toboganes a mis sueños;
que tenías el espejo retrovisor por delante
y el futuro a rastras como una sombra.
Siempre quise decirte que «hermosa» te quedaba muy corto
y que tu imposible me quedaba muy grande.
Yo, que nunca tuve más amor que el propio
—y que aun así nunca tuve el suficiente—,
supe al mirarte que te amaría
más allá de mis límites constantes.
Te amé misteriosa porque sólo en el misterio
se encuentran verdades que llevan a otras verdades.
Y esta vida que no te cabía en las manos
bailaba con las mías en la curva tu espalda.
Y el descender de tu espalda besaba el cielo
de ese cielo que encerraba el paraíso.
En este mundo donde todo es relativo
te quise por ser la más absoluta.
Siempre quise que supieras
de este pedir deseos a las estrellas
y de todos los deseos que se cumplían al mirarte.
De esta nostalgia que me comía por dentro
y de todo este vacío que te pedía de vuelta.
Y tu sonrisa precisa y preciosa
para la que no parecía haber imposibles,
me golpeaba luego de cada despedida.
Y tus lágrimas de terciopelo líquido
derramándose como pago de una multa injusta
me recordaban las veces que no debí dejarte.
Y te callabas porque sabías que en el amor
siempre duele más el silencio que la distancia.
Te quise tanto como me odié por herirte
y me heriste poco para las promesas que te hice.
Fueron perdones mutuos y alejamientos previstos,
fueron atisbos de reojo y tentaciones a volver,
a repetir el ciclo de este círculo vicioso
como dos amantes que nunca entienden
una lección a la primera (ni a la segunda).
Hoy que te he perdido no sé si el pasado que dejamos
algún día podrá perdonarme;
lo que sí sé es que a este norte que me queda
le faltarán tus manías y le sobrará mi miedo.
Siempre quise que todo fuera distinto.
Pero solemos arrancarnos de cuajo a las personas
olvidando que eran parte de nosotros.
Será por eso que la inercia nos dicta
una ausencia irreparable en el pecho.
Pero qué podemos hacer al respecto
en este camino sin salida ni retorno.
A veces, también por inercia,
elegimos terminar en pedazos
a terminar juntos.