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YOLANDA

“Miedo no es encontrar una araña; miedo es perderla de vista, después”.(una mosca)

                        

 

                               YOLANDA

 

La negra Yolanda tenía un corazón salvaje y un alma honesta; era de “La Esmeralda”, pequeña población del “Municipio Alto Orinoco,” en Venezuela.

Era ignorante y desilustrada, pero su afilada inteligencia emocional y ancestrales archivos genéticos la dotaban de sagacidad, de paciencia, de poder de atención y de una fina intuición.  
Ella conocía a la víbora y al pez. Al caimán del gran rio, al puma y a la arpía. Sabia de la anaconda silenciosa.

Y había observado a la piraña con  curiosidad; así era la vida de feroz, en su marcha terca por la existencia, y así eran los seres vivos.

 Era una niña feliz y aun siendo analfabeta, era conocedora de la naturaleza que la rodeaba por perspicaz y atenta. No se le ocurría enfrentarla ni dañarla; sin haberlo pensado ni resuelto, su interés era comprenderla.

En sus épocas felices de temprana edad, convivía con las criaturas de las más variadas actitudes y aptitudes.

El Orinoco y la jungla eran en la infancia su lugar en el mundo.

La protegían de los  rayos del Sol en su furia tropical  tupidas marañas de ramas cubiertas de brotes, de flores exóticas y hasta de orquídeas también.

Conocía la tumultuosa vida, invisible y silenciosa de la selva y  acompañaba al gran rio, que marchaba sin apuro por su cauce, caminando por la rivera con su sombrero de paja y su caña de pescar.

Tucanes, garzas y mil y un pájaros la miraban al pasar. Eran sus amigos víboras y alacranes.

Y  su pueblo adoraba desde siempre a la Diosa Araña, autora de la creación.

Por las noches entonaban sus oídos los misteriosos murmullos de la selva, que susurraban sin cesar.

Y en su mente, fluían evocaciones antiguas de narraciones de los padres de sus padres, que hablaban de risas y sonrisas de indios y de negros, zambulléndose en las aguas del rio, entre camalotes y risas, con su entera libertad.

La contemplaban desde el tiempo, mil generaciones de hombres, con sus fantasmas y sus duendes. Con sus sonrisas y sus lágrimas.

Era su bienestar pleno adormecerse entre las criaturas amigas, sobre el follaje virgen de fresco verdor.

La paz y la calma custodiaban de sus sueños, el solaz.

Llegaba para octubre la época de lluvias, que por allá invierno le dicen.

Y cuando la tempestad arrebata la quietud del entorno, el violento aguacero se precipita en el bucólico ambiente.

Cuando los dioses de las flores, de los peces, de los pájaros y la gran diosa Araña, desatan el diluvio interminable, la región toda se sumerge en la inundación inevitable.

Y al retornar la lluvia al reposo, la crecida languidece y vuelve la calma a la selva entera.

Yolanda recordaba grandes aves y pequeñas, guacamayos y pajaritos que erizaban las plumas de sus cogotes, inundando esa cuenca con mil verdes, y otros mil y más colores, con tonalidades que encantaban.

El mundo no era ni bueno ni malo. Ella no juzgaba a la naturaleza y la amaba.

Para algún poeta podría ser según momento y ocasión, romántica, triste o nostálgica.

Tanto como un fantástico laboratorio de maravillas y misterios para un científico.

La niña jamás había oído de Lamarck o de Darwin, pero su fino poder de observación y paciente balance de lo que contemplaba con  su extraño talento, la llevaban a entender que la feroz matanza de las pequeñas criaturas, que en el piso de la jungla nacían y morían, era el vigoroso exterminio de los débiles, por los más fuertes.  

Era la supervivencia del más apto, en la crudeza evolutiva sin piedad, con único fundamento, en  la hermética ley natural.  

Lo que Yolanda percibía como agradable y bondadoso, y le daba placer, no existía  para su complacencia; era la manifestación necesaria y vital de otros seres del entorno; y lo de malo y doloroso que por probable también le ocurría,  no era para perturbar su vida placentera, sino por imperativo de la marcha hacia delante de la vida en sus mudanzas.

Amaba su lugar en el mundo, porque amaba su prepotencia vegetal, abundosa de frutos jugosos, de ríos y de afluentes y de animales que nacían, vivían y morían.

Cuando se marchó para siempre, lo único que convocaba su sonrisa, era la nostalgia de la patria tropical,  con el bosque ubérrimo y la selva ondeante.

 Ahora vivía en otra tierra, hacia lo austral del continente, y la contemplaban la vastedad del cielo y los vientos de la Pampa.
Languidecía con suave añoranza y melancólica dulzura la felicidad de antaño; ahora era otro el ambiente a la vera del Callvu-Leovu.

Pasados los años ya no era una niña; la gente no conocía muy bien en la forma que llegó originariamente al Hotel Colón del Azul, en Buenos Aires. 
Pero si sabía que se había hecho irremplazable en la cocina,  y nadie reparaba en su simpleza, en su ignorancia y su analfabetismo porque se destacaba su personalidad, por su gran intuición, su fuerte carácter y la firmeza de sus convicciones.
Era muy considerada por su responsabilidad y su voluntad en el hotel, donde dirigía con serenidad pero con autoridad indiscutida al personal de la cocina.
Se diría que era un verdadero personaje.
Llegaban constantemente grandes cachos de banana al por mayor y esta es la historia de la llegada de uno de ellos muy especial.

La negra Yolanda era muy firme y persuasiva y ella entendió que ese, muy especial, debía recibir un trato singular y se hizo cargo en forma personal del mismo.
Ella había descubierto en el enorme racimo de bananas 
una criatura notable que la desconcertaba.
A pesar de pertenecer su gente a un culto muy primitivo de rituales con arácnidos, y estar ella habituada al trato con las enormes pollito, a la extraña criatura que llegó con las bananas no pudo relacionarla morfológicamente con la bella y orgullosa “Grammostola Mollicoma”, tarántula de gran tamaño.

O con la dignísima e imponente “Thera-Phosa”.
Pero no eran las denominaciones por las que ella las conocía, ya que esas nomenclaturas no existían en su repertorio.
Y muchas veces tenían nombres propios. Yolanda recordaba a su querida Doña Pepa, una araña, enorme, de casi treinta años de edad, cuando ella era niña.
Tampoco conocía la negra la disciplina de aracnología cultural y de los numerosos antecedentes de arañas en grabados de las más antiguas culturas y de la relación estrecha de los artrópodos con rituales y religiones.
Pero era muy prolija su contemplación del comportamiento de las arañas y conocía las formas y dimensiones de todas las especies que había observado durante muchos años en la población del estado de Amazonas…
Su desconcierto provenía del hecho de no haber visto jamás en su larga vida un ejemplar como el que había llegado con las bananas.
Pero no siendo persona de tenerle mucha paciencia a la confusión, ya había resuelto lo que habría de hacerse.La negra Yolanda no era entomóloga pero sabía con seguridad lo que estaba viendo…

Conocía las variedades más extrañas de arañas de las regiones donde nace el Orinoco.
Los terafósidos, que es el nombre de las tarántulas enormes que Yolanda veía, tenían las patas largas y su tamaño dependía de la especie, pero ninguna se acercaba a las dimensiones de la criatura que la mujer había adoptado para su veneración.

Varios pares de ojos crueles, mandíbulas muy fuertes y patas mucho más robustas de las que jamás había visto.
Y era la mascota de la pintoresca venezolana.
No… La negra Yolanda no era entomóloga pero supo que estaba frente a un fenómeno inusual y enseguida puso su primitiva idolatría al servicio de la cuestión.
Propio de un temperamento claro y honesto, la negra comentó lo que estaba ocurriendo con su mascota pero omitiendo por pudor lo que estaba elucubrando su magín, lo que rebullía en su imaginería eidética de origen ritual. 
Una de las más antiguas emociones de la humanidad es el miedo; y el más intenso de todos ellos es el miedo a lo desconocido y a lo que se ignora.

Y es ancestral el apego a las  “mores maiorum” y a las deidades de los mayores.

De la irrespetuosidad hacia los dioses, del desapego a las costumbres y del miedo, surgen los odios, los prejuicios, los rechazos y desprecios sociales.

Un pensionista del hotel que observaba a la negra con gesto de chanza aparente, pero con  curiosidad y temor profundos, dijo que iba a realizar la narración de un experimento que había ejecutado él mismo.
…Primero le arranco dos patas a una araña y le digo…¡Araña camina! y con seis patas camina…Y después con cuatro patas lo mismo, contaba el hombre, concluyendo con una nerviosa risotada.
Esto produjo una fuerte reacción en el fanatismo y la superstición.
La negra Yolanda cambió la expresión, se puso rígida y se mordió profundamente los labios…

Y su terrible y enorme mascota que llegó con las bananas, se puso en marcha lentamente…dirigiéndose por los oscuros pasillos a la habitación del imprudente  pensionista cuya crueldad surgía de su torpeza.

Volteó la cabeza de lado, el hombre, al oír el chirrido de la puerta entornada que lentamente se abría.

La araña se erguía  en sus extremidades traseras en el vano de la entrada, moviendo las patas delanteras y los golosos  quelíceros en furiosa exhibición, alzada la boca a cuarenta centímetros del piso.

Cuando comenzó a moverse hacia la cama, el rostro del huésped estaba deformado de espanto; por instinto, la araña, avanzaba lentamente en un amenazante bamboleo sobre sus enormes patas peludas, y cuando la criatura saltó sobre las sábanas, los nervios del hombre,  se pusieron rígidos de espanto.
Su grito de terror fue captado por la araña, no en la forma de sonido, sino en una frecuencia de vibración distinta de las moléculas del aire, en alocada alteración.

La horrible bestia no lo oía y lo veía mal, pero se puso enloquecida cuando sintió el olor a miedo. Sus quijadas temblaban, sus pares de ojos encendidos estaban  inmóviles, y proclamaba la sed de sangre  su boca, que se abría y se cerraba.

 

 

 

 

 

Esa noche, el  huésped quedo en su cama con dos profundas incisiones en su garganta y el colchón empapado goteaba lentamente en el piso mientras la  araña se retiraba con lentitud, tambaleándose con la barriga pesada y repleta de sangre.

La criatura del Orinoco había inyectado su rápido y fortísimo somnífero en la yugular del infortunado.

Y de la trompa  seguía goteando la sangre derramada.
Yolanda había estado toda la noche entonando su tétrica y aterradora letanía.
Se puso muy seria y estuvo realizando varios rituales en su habitación.

Y como hacían ancestralmente sus mayores, a la luz de la Luna, cumplió con el viejo rito basado en la creencia de que al comerse alguna criatura viva se adquieren las virtudes del animal comido.
La honesta y firme Yolanda no tenía muchas dudas hamletianas, decidía pronto y actuaba en consecuencia, más rápido aun.
Se encontraba satisfecha por haber hecho lo debido y muy feliz digiriendo un montón de virtudes, con su ceremonia de arácnida gastronomía.

 

 

 

La sangre bañaba sus labios y su mandíbula y corría suavemente sobre su piel en una corriente leve que empapaba su cuello y ponía rojos igual que el ocaso a los turgentes y oscuros pechos de la negra.

Cuando Adolfo Vilatte  recibió a los periodistas de “El Tiempo”, los habitué del Café del Hotel Colón estaban enfrascados en mil conjeturas sobre arañas asesinas y extrañísimos rituales.  

El pueblo del Azul estaba consternado.
…Por esos días nadie comió bananas…
…Y se siguieron escuchando por las noches…Para quien quisiera oírlos…Leves roces de patas por la habitación de la muerte…
Algunos dicen que también se oyen los lamentos y letanías de la negra Yolanda por los rincones oscuros.

Y amparadas de la inclemente intemperie de la Pampa, crecían al abrigo del enorme y oscuro ropero de la venezolana y a su entrañable y subrepticio cuidado, treinta crías de la enorme araña.

Las “cachorras” estaban hibernando, a la espera de las tibias noches del estío azuleño.
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