Cuando decidí bajar
a los vacuos laberintos
de mis emisferios cerebrales,
con frialdad doctoral
y profesional ironía
levanté el confortable
sudario de las meninges:
los dos emisferios, alarmados,
fingieron un sueño lunar
y proseguí tanteando
por un panorama de fósiles.
Obligado a avanzar al azar
como quién se perdió en el camino,
me dediqué a recoger
sendas muestras de minerales
y floraciones de cristal.
Geólogo aficionado,
clasificaba mis hallazgos
aplicándoles etiquetas
y guardándolos en estuches.
Los sueños eran piedras
corroídas por un agua antigua
y los deseos muy frágiles
excrecencias coralinas.
A cada molécula orgánica
se estaba sustituyendo,
con un proceso indoloro,
una molécula calcárea.
Y ya no temía la muerte:
la muerte se había cuajado
en un grumo cristalino
listo para el lapidario.
Desde entonces no le temo
ni a la vida ni a la muerte;
ya no temo más los cambios
ni la descomposición.
Sé que, después de esta, me espera
una vida mineral
y, por mucho que le tenga apego
a mi singular destino,
confieso que me siento atraído
por un destino planetario.