El viento mete en la tarde
un duro brillo de vidrio.
El cielo se encorva y oscila,
flexible, como un columpio.
Ahora el mar es un pez enorme
de tinieblas y da con la cola
en la playa y el embarcadero,
un enorme pez prisionero.
El pez tiene en la boca el cabo
del sedal tendido del viento.
El sedal silba y parece
romperse a cada tirón.
Llegan los pescadores
a la orilla para sacar
el negro pez agonizante.
Por toda la noche lo arponan
mientras, enloquecido, forcejea.
Por toda la noche su voz
penetra dentro de las casas.
Las mujeres ponen lámparas
prendidas en las ventanas.
La voz del pez llega
a los rincones más repuestos,
formando húmedos enredos
de algas frígidas al toque.
La voz del pez depone
ventosas álgida de miedo
y un eco de borrasca
en la concha del oído.
Por toda la noche lo arponan
hasta que lo han desangrado.
El pez yace ahora tendido
en toda la elipse de la costa.
El esqueleto del pez
poco a poco se descubre.
El viento sopla entre los arcos
calcáreos de sus costillas.
El alba coge la tierra
en vilo, sin horizonte.
La tierra busca su confín
y oscila, como un columpio.
Niños llegan entonces
a recoger sus restos en la playa:
las pequeñas vértebras caudales
y la trompa de Eustaquio de su oído.