Respiro hondo
y el apresto de mis enaguas
parece que se acopla.
Si el aire es frío,
se fruncen las puntillas
en arrugas.
Si es caliente,
se ahuecan los tules
hacia dentro.
Respirar es todo un arte
de elegancia y sosiego
cuando llego al borde
de la asfixia almidonada,
recién planchados
sus pliegues de luz.
Vuelvo a respirar hondo
una y otra vez.
Así todos los días
hasta conseguir moverme
dentro de unas enaguas
que un día se creyeron
dueñas y señoras
de mi armario de hueso.