Kubi era un Homo Erectus de un lugar que todavía no se llamaba África, pero cuando los mapas existieran si se llamaría.
Él no lo sabía y jamás lo sabría.
Y tampoco sabía ni lo podía saber, que para sus descendientes más lejanos existió hace cuatro mil siglos.
Pero de todas maneras la geografía politica era tema que poco lo desvelaba y es difícil saber cuánto le interesaba el tiempo y cuanto lo entendía.
Lo que lo intrigaba sobremanera y lo sobrecogía era el fuego que surgía de los cráteres de los volcanes, y lo obsesionaban hasta el delirio las incontrolables llamaradas de los incendios de las praderas.
Aparte de la inmensa conmoción emocional que producía en su espíritu la fascinada contemplación de las inflamadas llanuras, para Kubi el fuego era reverencia, era misterio, y era obsesión.
Tenía recelo y respeto por las hogueras ardientes, pero el miedo no lo paralizaba ni lo detenía y por el contrario lo motivaba y aceleraba su imaginación.
Su audacia y sus ocurrencias y agudeza nunca fueron apreciadas por los brujos de su tribu.
Para muy pocos de sus congéneres sus inquietudes eran asequibles y mucho menos aún, podían imaginar ni remotamente su significado potencial.
Kubi observaba muy desde lejos el gran fuego que había surgido hacia muchos soles y no se extinguía.
Miraba las llamas con el mismo terror y aprensión que las miraban todos los animales, incluyendo a los primates de su especie.
...¡Pero con mucha mayor curiosidad que cualquiera de ellos!...
La visión del fuego le producía espasmos y un sentir muy profundo.
Por algo huían seres como el mamut y el tigre diente de sable, siendo tan poderosos.
Tenía Kubi respeto reverencial por las llamas, pero en todo su cuerpo, en sus venas y en el brillo de sus ojos se expresaban con más fuerza que el temor, su imaginación y su muy excepcional actitud y aptitud que lo impulsaban de una manera visionaria y compulsiva a interferir en la realidad de su mundo.
Enfrentó el niño homínido sus temblores con vergüenza y sintió como una fuerza que lo impulsaba como en un sueño fantástico y que jamás había sentido.
Tuvo el deseo irrefrenable de dominar el fuego, asirlo, controlarlo.
Quería ser el primero en tenerlo...¡quería tener el espíritu de Dios!...
Era la idea, era el ideal y era el genio de una especie que llegaba al mundo. Era el ancestro de Atila y de Sócrates.
De Einstein y de Hitler…De Cristo y de Mahoma…
Era luz y sombra, odio y amor; sus ojos se elevarían un día al cielo y querría las estrellas.
En sus genes se estaban cocinando la Divina Comedia y la Inquisición. La guerra y la paz; el beso y la sangre derramada.
Sumergiría su insaciable curiosidad en las profundidades misteriosas de la inexplicable existencia de la materia y del ser.
Buscaría en la angustia, en la muerte, en el odio y en los oscuros pliegues de la sinrazón. Amaría, mataría, traicionaría y perdonaría. Seria político, sacerdote y militar. Duro e injusto juez y también sería redentor.
Cada vez que pensaba en las llamas se sonrojaba, sus músculos se tensaban, sus pómulos se elevaban, su respiración era un viento y sus ojos brillaban como el propio fuego. Deseaba una cosa inasible, llena de fuerza. Pero que de todas maneras él se había propuesto conquistarla.
Kubi no lo sabía, pero era el primer religioso del mundo…
El joven Homo Erectus se dispuso aprovechar la oportunidad y se encomendó a los espíritus de sus ancestros, que él había enterrado en sus tumbas.
En un instante de misterio inexplicable levanto el niño peludo sus ojos a las nubes y exultante arrojo un fémur al cielo, que giraba como una profecía.
...y contempló la Luna...y contempló las estrellas...
Todo fue presente y pasado, todo fue tiempo y espacio, todo fue eternidad.
Había en sus labios una extraña sonrisa más poderosa que la propia realidad.
Y en un momento irrepetible, único, corrió hacia el borde de las llamas que lo horrorizaban, con los pies cubiertos de cuero...
...y con una bella piedra cóncava exquisitamente pulida, que cuatrocientos mil años después llamarían Magdaleniense los antropólogos, extrajo las brasas que eran el afán de sus desvelos.
Quedó el niño homínido toda la noche alimentando el fuego con ramas olorosas como las del incienso y las del pino acre, y con madera del álamo y del enhiesto abedul.
El homínido no se movía en su místico éxtasis y el fuego estaba domesticado.
El clan entero estaba inmóvil y rodeaba al nuevo chamán que les enseñaba a expresar con sonidos las emociones y a ponerle nombre al pájaro y a la Luna. Kubi era el primer político del mundo…
Tendría la tribu su hogar y los durísimos alimentos se podrían cocinar. Y al calor de las llamas podrían contarse las leyendas más audaces...del tigre y del león...del lobo y de la hiena...
De los espíritus y de los dioses, de la muerte y del amor.
Y posiblemente al calor de los leños, entre los glaciares y ventiscas del pleistoceno hayan surgido en alguna cueva entibiada por el íntimo fuego los primeros balbuceos instintivos del poema de amor.
Cuando apareció el Sol la historia de la humanidad había cambiado.
Flotan en primitivos rituales de vida, de sangre y de muerte las llamas de las teas en las noches serenas.
Solo se retiran los ancestrales brujos con el canto del pájaro.
...¡Llega el Sol!...
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