Toda gran ciudad perturba y agrede,
es vidrio sobre metal sobre cemento.
En su característica neurosis cosmopolita,
el de al lado es otro y su otro es uno.
No se está solo aunque se intente estarlo;
millones de anónimos forman población.
Uno más uno más uno es multitud,
una afluencia desconocida en un erial.
La incomunicación es un camino de ida;
la aglomeración es eximio anonimato.
Comunicación insustancial por cantidad,
El silencio crea una metrópolis hostil.
La aldea global la denominó McLuhan,
factoría de personas idénticas e irredentas,
apiladas entre paredes, calles y cercos.
Las ciudades se maximizan poderosas,
yerguen crispadas en la era de la masividad.
La urbe es nervioso laberinto contemporáneo.
El tráfico en viaductos y autopistas rígidas
amontona vehículos turbiamente crispados.
El tránsito vertiginoso es suicidio colectivo,
el coche es la armadura del caballero moderno.
La marca es la identificación discriminatoria,
significante de una sociedad materialista.
El individualismo del auto versus el colectivismo
del tren y el autobús contienden arduamente.
Son dos modelos politizados que renguean,
ninguno puede ser autónomo sin su rival.
Confluyen en un tráfico ultra anónimo;
hay gente en los vehículos pero es fantasmal.
El gentío afluye a parques y plazas transfiguradas,
humillando bravuconamente el césped verdolaga.
Las plantas liberando oxígeno fotosintético
bombean contra la intrusión del tóxico urbano.
Plástico, metal, acrílico, papel, cartón y celofán,
desechos de la muchedumbre en acción fascista.
El declive de las ciudades es asfixiante;
la modernidad edifica sobre cimientos endebles.
Promiscua es la urbanización infrahumana.
Hábitats deshumanizados y antros alienantes
son la cúspide del desarrollo despersonalizado
y la persistencia de la decadencia mundanal.