Él salió de la oficina raudo, como urgido a buscar una guarida
que le proteja del dedo acusador de una expúrea sociedad.
Ese día perdió el oremus ante el peso de un rimero de tareas
que inundaban de papeles su mesa, él, que de por sí no era
ordenado en cuanto a su despacho se refiere.
A media mañana, antes del descanso del café, notó como el
pulso se le aceleraba sin un motivo, pensó, aparente. Sí es
cierto que la noche anterior tuve que aplicar cloroformo a mi
mujer -se decía a sí mismo- para que saliera de la crisis de
histeria que había experimentado en plena discusión.
Me echaba en cara mis excesivas ausencias a las horas de
reunión familiar - comidas, y sobre todo cenas- que antes
eran sagradas y con el tiempo, sobre todo últimamente,
dejaron de serlo.
¡No soporto la pose que exhibe cuando me saca el dedo
acusador, sin pruebas, inventando historias que solo tienen
sentido en su cabezota insolente, llena de miedo e inseguridad!
- mascullaba entre dientes palabra por palabra como si de una
trituradora de documentos se tratara -
Él, de unos años a esta parte, se tenía por hombre atormentado,
preso de sus compromisos familiares que giraban cual tiovivo
sin que pudiera accionar el interruptor, por no estar a su alcance.
Cuando se disponía a cruzar una calle, en busca de su hija menor
que salía del colegio en breve, no pudo resistir la atracción de
agujero negro que ejerció sobre él un camión de mudanzas,
que se acercaba decidido a sus inmediaciones.
Justo en el instante en que pasaba a su altura decidió, sin que
pudiera oponer su conciencia, lanzarse sobre el asfalto.
No sintió nada...